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SALIR DEL ATASCO

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“Así como toda planta crece de una semilla y deviene, al fin, en un roble. Así un hombre se convierte en lo que ha nacido para ser. Debería llegar allí, pero la mayoría queda atascada”, dijo el psicoanalista suizo Carl Jung en 1957. Así me sentía yo hace un año cuando partí a Chile para hacer el Curso de Otoño que dictaron el biólogo y epistemólogo Humberto Maturana y su colega Ximena Dávila: atascada. ¿Quién no se ha sentido alguna vez identificado con esta sensación? En un proyecto, un vínculo, la resolución de algún asunto importante, en la búsqueda de la vocación o el tránsito de algún duelo. El atasco puede ocurrir por ausencia de movimiento, pero la mayoría de las veces suele ser un esfuerzo aparentemente estéril. Se intenta traspasar puertas, cambiar de postura, ir de un lado a otro, pero sin éxito. Es un movimiento interior que resulta extenuante.    

De las conversaciones que surgieron en el curso, hubo una que me resonó especialmente, y fue en el momento en que hablábamos de la necesidad que tienen las empresas de innovar, de cambiar, y de la dificultad que existe para alcanzar las transformaciones deseadas. Maturana puso en jaque al auditorio y explicó que lo que ocurría era que estábamos errando en la pregunta. Si de innovar se trataba, la pregunta importante no era “¿Qué tengo que cambiar?” sino “¿Qué quiero conservar?”. Solo una vez que definiéramos aquello, dijo, se activaría la posibilidad de que todo cambiara en torno a lo que se conservaba. 

En un momento determinado del curso, Maturana nos propuso que cada uno pensara en su propia vida y respondiera a la pregunta “¿Qué quiero conservar?”. Tamaña tarea... Podría asegurar que es infinitamente más fácil hacer un listado de las cosas que queremos cambiar de nosotros que de las que queremos conservar. Aun después de varios minutos de reflexión, yo apenas pude escribir una sola cosa: la libertad para ser capaz de vivir la vida que Dios pensó para mí, incluso a riesgo de que no coincidiera con la que yo tenía planeada. Fue una sola cosa, pero para mí fue sagrada.  

Un año más tarde, pude ver que vivir sostenidamente esa libertad me llevó a que mi vida cambiara de una manera que nunca habría imaginado ni podría haber previsto. Bajé 34 kilos, solté mi trabajo en una corporación para empezar a hacerlo en una fundación y me mudé de Córdoba a Buenos Aires. La paradoja es que todos estos cambios externos me reforzaron la intuición de que el tesoro nunca está en la copa, sino que se esconde en las raíces. 

Según Maturana, una de las claves para respondernos qué queremos conservar es preguntarnos antes “¿Dónde me duele la vida?”. Cuando pienso en las transformaciones que experimenté después de aquel curso, creo que no es menor el hecho de que el otoño pasado la vida me doliera en varios frentes. Venía de haber perdido de manera inesperada a personas muy queridas y aún estaba digiriendo la reciente separación de mis padres. Sentía que mi vida, tal cual la concebía, se derrumbaba sin que yo pudiera hacer nada para detener ese proceso. Fue un tsunami interior que podía ser tan devastador como fundante. 

Logré tomar dimensión del proceso de fondo de los cambios posteriores al derrumbe con las palabras del filósofo e historiador de las religiones Mircea Eliade: “En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía [algo sagrado que se nos muestra] revela un ‘punto fijo’ absoluto, ‘un centro’ (…) Para vivir en el mundo hay que fundarlo, y ningún mundo puede nacer en el ‘caos’ de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano”.

En ese momento no fui consciente, pero al responder a la pregunta de Maturana lo que hice fue fundar mi mundo en un lugar más grande que mi ombligo. La vida se había encargado de echar por tierra mi omnipotencia, la de pensar que podía y debía controlarlo todo. Caídos mis sostenes conocidos, me pregunté: “¿Qué es eso que no se cae aun cuando todo lo demás se derrumba?”. 

La respuesta nunca llega desde la razón, sino que aparece mientras andamos. La búsqueda de lo Sagrado, aun cuando sentía no haberlo encontrado, era en sí misma una respuesta; me daba un orden, una orientación. Intentar vivir coherentemente con el valor sagrado que de manera consciente decidí conservar me llevó a la creación de un nuevo cosmos que mi alma añoraba en aparente silencio. Un mundo que, parada desde mi ego, no había logrado construir, por mucho que hubiera intentado. Para eso tuve que, irremediablemente, emprender un camino que implicó sacrificio. La palabra sacrificio proviene del latín sacrum facere, que significa ‘hacer sagradas las cosas, honrarlas, entregarlas’. En el sacrificio sincero hay algo que ofrendo, que acepto “perder”, pero esa renuncia no es sufriente en tanto tengo conciencia de que me conduce a un bien más grande y valioso que le da sentido. Para que esto ocurra, tengo que reconocer que ese Bien, esa Presencia que me trasciende, existe. 

El alma nos habla a través del cuerpo. Cuando fui capaz de registrar que mis 34 kilos de sobrepeso me estaban haciendo mal, ya no quise ser flaca. Quise ser libre. Aun de mí misma. Y eso me liberó de una carga más grande. Entendí que la verdadera libertad es autodeterminación hacia el Bien. Vivir esa libertad implicó renuncias y sacrificio, pero descubrí que mientras más nos entregamos en pos de un Bien que nos trasciende, más nos abrimos a posibilidades de transformación que nos llevan a la plenitud. Muchas veces reflexioné sobre la propuesta de la modernidad de vivir en un mundo desacralizado y racional como una suerte de evolución. Pero hoy no me quedan dudas. Mis aprendizajes del último año me mostraron que vale la pena emprender la aventura de fundar nuestra vida en una presencia sagrada que nos trascienda. Porque como ya dijo Jung: “No puedo definir para ustedes qué es Dios, ni siquiera puedo decirles que Dios es; lo que puedo decir es que toda mi obra ha probado científicamente que el patrón de Dios existe en cada hombre; y que este patrón tiene a su disposición las mayores energías transformadoras de las que la humanidad es capaz”.

 

Carolina Abarca

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