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MIEMBROS DE LA IGLESIA CATÓLICA COLOMBIANA PIDEN PERDÓN POR LA PARTICIPACIÓN EN LA VIOLENCIA

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Resumen de la carta

Petición de perdón de miembros de la Iglesia Católica Colombiana con el apoyo de católicos del mundo por la participación de nuestra Iglesia en la violencia que viene del pasado.

Quienes suscribimos esta carta somos miembros de la Iglesia Católica en Colombia, como integrantes de su laicado, clero y vida consagrada. La escribimos impulsados por el proceso que nuestro país está viviendo desde hace un tiempo, en el contexto de la búsqueda de una paz integral de difícil acceso, que ha puesto en el centro de la memoria y de la reflexión nacionales muchas décadas de violencia en que hemos experimentado demasiados horrores e injusticias, proceso que invita también a todas las instituciones y colectividades a hacer un serio examen de conciencia sobre sus responsabilidades en el desarrollo de esa violencia.

En este contexto queremos PEDIR PERDÓN, primero que todo a Dios, cuyo nombre y mensaje hemos deshonrado y manchado; luego a todas las víctimas de esa violencia, así sea en muchos casos solo a su memoria puesto que ya fueron eliminadas, y también al país que aún sufre las secuelas o prolongaciones de esa violencia, sobre todo en sus capas sociales más excluidas, oprimidas y victimizadas.

Con el deseo, pues, de honrar la memoria de tantos cristianos anónimos que dieron testimonio del Evangelio en medio de nuestras más atroces violencias e impulsados por el ejemplo y la invitación de los últimos Papas, quienes han reconocido con sinceridad la participación de la Iglesia en muchos procesos de violencia y han pedido perdón por ello, también nosotros queremos hacer un reconocimiento público de la participación de nuestra Iglesia colombiana, a través de complicidades, silencios y actuaciones representativas, en el proceso de violencia que ha destruido tantos miles de millares de vidas de compatriotas nuestros y ha contemporizado con formas denigrantes de opresión y de injusticia que han sumergido en la miseria y el sufrimiento a muchos millones de colombianos.

Al pedirle perdón a Dios por haber deshonrado su nombre y su proyecto divino en nuestra concreta historia de violencia, imploramos su fuerza y su coraje.

A las víctimas de nuestras complicidades y silencios les pedimos humildemente perdón.

Invitamos a la Conferencia Episcopal de nuestra Iglesia a realizar un acto simbólico de carácter nacional en que se pida perdón.

También invitamos a la Conferencia Episcopal a que solicite a todas las parroquias del país leer un texto de petición de perdón.

Invitamos a la Arquidiócesis de Bogotá a sacar del recinto de la Catedral Primada los restos mortales del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada.

Nos comprometemos, finalmente, a solicitar de modo fraterno y respetuoso a Su Santidad el Papa Francisco, el cierre, en Colombia, de la Diócesis Castrense.

Con sincero dolor, pero también con la esperanza de que en nuestra Iglesia obre en este momento de gracia la fuerza evangélica de la “metanoia” o conversión profunda, pedimos PERDÓN a Dios y a nuestras víctimas, no sin compartir el anhelo de un futuro más humano y, para nosotros, más cristiano.

Firme la carta aquí.

Lea la carta completa aquí:

Petición de perdón de miembros de la Iglesia Católica colombiana

por la participación de nuestra Iglesia en la violencia que viene del pasado

Quienes suscribimos esta carta somos miembros de la Iglesia Católica en Colombia, como integrantes de su laicado, clero y vida consagrada. La escribimos impulsados por el proceso que nuestro país está viviendo desde hace un tiempo, en el contexto de la búsqueda de una paz integral de difícil acceso, que ha puesto en el centro de la memoria y de la reflexión nacionales muchas décadas de violencia en que hemos experimentado demasiados horrores e injusticias, proceso que invita también a todas las instituciones y colectividades a hacer un serio examen de conciencia sobre sus responsabilidades en el desarrollo de esa violencia.

En este contexto queremos PEDIR PERDÓN, primero que todo a Dios, cuyo nombre y mensaje hemos deshonrado y manchado;luego a todas las víctimas de esa violencia, así sea en muchos casos solo a su memoria puesto que ya fueron eliminadas, y también al país que aún sufre las secuelas o prolongaciones de esa violencia, sobre todo en sus capas sociales más excluidas, oprimidas y victimizadas.

Nuestra Iglesia es Cristiana, Católica y Apostólica:

Es Iglesia, por ser comunidad de seguidoras y seguidores de Jesús, una familia de gente  que busca hacer la voluntad del Padre-Madre que está en el origen de nuestro misterio.

Es cristiana porque su nombre, su razón de ser y su horizonte de sentido tienen su origen en Jesús de Nazareth y en su mensaje consignado en el Evangelio, cuyos valores centrales son la  justicia, la verdad, el amor y la armonía de los seres humanos entre sí y con la creación.

Es católica porque está abierta a todos los seres humanos con sus culturas e identidades, sin discriminaciones ni fronteras.

Es apostólica porque a través de apóstoles ha predicado el Evangelio, se ha organizado como comunidad de creyentes en todo el mundo y se ha institucionalizado para cumplir su misión.

Cuando tantos registros de la memoria nacional y tantos que reposan torturantes en nuestros propios recuerdos, nos remiten a escenas de poder destructor, de prepotencia, de tortura, de exterminio de miles de millares de compatriotas con métodos horrendos de crueldad, de sometimiento a formas opresoras de gobierno y de dominación, de degradación de la dignidad de las multitudes y de desconocimiento de los derechos humanos más elementales, conductas que contaron con la participación, tolerancia o indiferencia de sectores de nuestra Iglesia y  sobre todo de miembros de nuestras jerarquías, volvemos la mirada al Evangelio y encontramos a un Jesús, quien es el origen e inspiración primera de nuestra fe, quien no concibe la autoridad como poder sino como servicio; quien asume como imagen viva de Dios la de un Padre que ama a todos sus hijos sin discriminaciones, que hace salir el sol sobre buenos y malos; que carga sobre sus hombros la oveja descarriada; que busca, acoge y perdona a pecadores, a mujeres prostituidas, a transgresores de las leyes y a los impuros marginados por las autoridades del Templo. Desde su profunda relación y experiencia de Dios como Padre, Jesús anunció que seguiría siempre presente en las víctimas, en los marginados, en los empobrecidos y en los estigmatizados: “Todo lo que hagan o dejen de hacer a mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacen o dejan de hacer”, nos dice en el Evangelio, y señala como signo de presencia activa de su mensaje en el mundo el que “los cojos anden, los ciegos vean, los oprimidos sean liberados y las esclavitudes y las prisiones injustas sean abolidas” (Mt. 11, 2-6: Lc. 4 18-21), signos que sólo pueden percibir los  humildes y los sencillos, ya que la psicología misma de los “sabios” y los “entendidos” les impide mirar el empoderamiento de los desechados y descubrir allí la presencia de la energía divina. Tampoco puso Jesús la felicidad humana en la riqueza ni en el poder, que en nuestra sociedad son las mayores fuentes de opresión, y deshumanización, sino en la solidaridad y en el servicio, impulsores de un mundo fraterno donde rija como ley suprema el amor a los demás, incluso a los enemigos.

Toda confrontación sincera de nuestra historia de violencias, de injusticias y de discriminaciones, con el Evangelio, nos llena de vergüenza. No podemos, sin embargo, ignorar el testimonio de tantos cristianos, laicos y clérigos, hombres y mujeres, quienes dieron testimonio del Evangelio en nuestra convulsionada historia, muchos de ellos pagando con su propia sangre el precio de su compromiso evangelizador. Pero tampoco podemos olvidar que desde la Conquista y la Colonia,la alianza entre la cruz y la espadamarcó unas relaciones deplorables entre los poderes opresores y la institucionalidad de nuestra Iglesia, que ningún bien le hicieron a la causa del Evangelio. Los mutuos compromisos sellados entre los poderes coloniales y republicanos y las jerarquías de nuestra Iglesia, fueron sin duda un factor que llevó a nuestras jerarquías a silenciar demasiados crímenes y a cargar con la complicidad histórica de esos horrores. Hoy día, la misma catedral primada de Bogotá mantiene una capilla que honra los despojos del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, haciendo caso omiso de los millares de asesinatos y torturas de aborígenes que él perpetró para arrancarles el oro que codiciaba, comportamiento que jamás lo podría acreditar como seguidor de Jesús y menos para reclamar un puesto de honor a su memoria en un templo cristiano. Aunque comprendemos que el contexto histórico mundial llevó a tales aberraciones, un examen de conciencia sobre la violencia que nos ha absorbido durante tanto tiempo no puede evadir esos eventos, densos en significados, que nos fueron colocando institucionalmente en muchas complicidades históricas con los victimarios.

Consciente de esta realidad de infidelidades de la Iglesia a la voluntad de Dios por prácticas contrarias a los valores del Evangelio, el Papa JUAN PABLO II, con ocasión del Jubileo del año dos mil, hizo un contundente llamado al reconocimiento y a una demanda de PERDÓN a la humanidad, que resuena con fuerza en este momento de nuestra realidad Colombiana en la que se anhela una reconciliación. En efecto, en el mes de junio de 1994 Juan Pablo II presentó al Consistorio de Cardenales un documento titulado Reflexiones sobre el Gran Jubileo del Año Dos Mil”.  Allí planteaba: “Mientras llega a su fin el segundo milenio del cristianismo, la Iglesia debe hacerse consciente con renovada lucidez de todas las infidelidades que sus fieles han demostrado, a lo largo de la historia, en contra de Cristo y de su Evangelio. Una mirada atenta al segundo milenio puede quizás evidenciar otros errores similares, e incluso culpas, en lo que mira al respeto de la justa autonomía de las ciencias. ¿Cómo callar luego de tantas formas de violencia perpetradas aun en nombre de la fe? Guerras de religión, tribunales de la Inquisición y otras formas de violación de los derechos de las personas. (…) Es necesario que también la Iglesia, a la luz de todo lo que dijo el Concilio Vaticano II, revise por iniciativa propia los aspectos oscuros de su historia evaluándolos a la luz de los principios del Evangelio (…) Podría ser una gracia del próximo Jubileo. Esto en ningún modo le hará daño al prestigio moral de la Iglesia, el cual más bien se reforzará por el testimonio de lealtad y de valentía en el reconocimiento de los errores cometidos por sus hombres y, en cierto sentido, en su nombre”.

Asumiendo ese llamado del Papa Juan Pablo II, el PAPA FRANCISCO supo reconocer en la encíclica Laudato Si: “Una mala comprensión de nuestros propios principios a veces nos ha llevado a justificar el maltrato a la naturaleza, o el dominio despótico del ser humano sobre lo creado o las guerras, la injusticia y la violencia”, y él mismo en nombre de los creyentes pronuncia su reconocimiento de responsabilidad: “los creyentes podemos reconocer que de esa manera hemos sido infieles al tesoro de sabiduría que debemos custodiar. Muchas veces los límites culturales de diversas épocas han condicionado esa conciencia del propio acervo ético y espiritual, pero es precisamente el regreso a sus fuentes lo que permite a las religiones responder mejor a las necesidades actuales” (Encíclica Laudato Si, 24 de mayo de 2015, No. 200).

Y en sus visitas a América Latina, como en la realizada a la Bolivia indígena, el PAPA FRANCISCO supo reconocer con valiente contundencia“Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM  -El Consejo Episcopal Latinoamericano-  y también quiero decirlo. Al igual que San Juan Pablo II pido que la Iglesia -y cito lo que dijo Él-, «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos». Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América” [Alocución en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015]

Con el deseo, pues, de honrar la memoria de tantos cristianos anónimos que dieron testimonio del Evangelio en medio de nuestras más atroces violencias e impulsados por el ejemplo y la invitación de los últimos Papas, quienes han reconocido con sinceridad la participación de la Iglesia en muchos procesos de violencia y han pedido perdón por ello, también nosotros queremos hacer un reconocimiento público de la participación de nuestra Iglesia colombiana, a través de complicidades, silencios y actuaciones representativas, en el proceso de violencia que ha destruido tantos miles de millares de vidas de compatriotas nuestros y ha contemporizado con formas denigrantes de opresión y de injusticia que han sumergido en la miseria y el sufrimiento a muchos millones de colombianos.

Una mirada retrospectiva a nuestra vergonzosa historia de luchas fratricidas, concentrándonos sobre todo en las que se desarrollan desde el siglo XIX y que se prolongan hasta el presente, nos muestra que nuestra Iglesia tomó partido por determinada ideología en contra de otras y que ha utilizado su autoridad moral, sobre todo en algunos períodos, con un lenguaje prepotente y violento, para estigmatizar a determinadas facciones políticas y sociales que eran blanco de formas agudas de represión por parte de los poderes de turno, haciéndose cómplice de esa represión y en no pocas ocasiones justificando explícitamente su exterminio. En efecto, un conjunto de encíclicas promulgadas por los Papas, desde Pío IX (1846) hasta Pío XII (1958), condenaron radicalmente el liberalismo, el socialismo y el comunismo, mediante argumentos que la historia evidenció como profundamente sesgados y poco racionales y con lenguajes y métodos ajenos y contrarios a los del Evangelio. Lamentablemente las ideologías allí  estigmatizadas con ausencia de matices y de discernimientos prudenciales, servían entonces de estímulo y soporte a los movimientos sociales y políticos que congregaban a las capas más oprimidas del mundo, cuya represión y exterminio favorecía los intereses de las élites más ricas y opresoras. Todo ese contexto llevó a nuestro Catolicismo colombiano, liderado por nuestras jerarquías, a una alianza de largo aliento con el Partido Conservador, protagonista de primer orden de esa violencia, y con la ideología y las estrategias anti-comunistas que arraigaron con fuerza en el Estado colombiano, incentivadas desde las grandes potencias occidentales, que son las que más han inundado de sangre y de sufrimiento nuestro suelo patrio, ensañándose contra todo movimiento popular que exige justicia, para lo cual el simple rótulo de “comunista” la ha llevado a justificar todas las formas de barbarie contra ellos. Este sesgo ideológico aún condiciona muchas posiciones de nuestro clero y aún causa discriminaciones y sufrimientos injustos a sectores deprimidos de nuestra sociedad. Por ello pedimos perdón a quienes han sufrido toda esa estigmatización y exterminio apoyado en el satanizado rótulo de “comunista”, y nos proponemos seguir trabajando por la erradicación en nuestra Iglesia de esas secuelas ideológicas que tanto sufrimiento han producido.

En los períodos más intensos de nuestro conflicto social, el problema de las armas letales, destructoras de la vida, ha sido un peso que ha puesto a prueba permanentemente la idoneidad de nuestra conciencia cristiana. Para unos, incluyendo a obispos y sacerdotes, matar liberales, comunistas o guerrilleros, no sólo no crea conflictos de conciencia sino que llegan a ser acciones meritorias. El Obispo de Pasto Ezequiel Moreno, quien pidió que sobre su tumba se pusiera la frase “el liberalismo es pecado”, invitó abiertamente a combatir con armas a los liberales e incluso vendió vasos sagrados para comprar armas para los conservadores. Su canonización ofendió profundamente la conciencia de muchas capas de católicos en Colombia y en el mundo y nos lleva a pedir perdón, así sea extemporáneo, a las víctimas históricas de esa violencia tan ilegítimamente sacralizada.En general las jerarquías de nuestra Iglesia apoyaron las instituciones armadas republicanas desde su inicio, a pesar de que por sus métodos de violencia y por el sesgo perverso de los sectores y las causas que defendieron, incidieron de manera decisiva en la estructuras de exclusión, elitismo e injusticia que se fueron consolidando progresivamente. Desde los años 50 nuestras fuerzas armadas asumieron los principios y directrices de la Guerra Fría enfocándose contra un enemigo interno que coincidía con las capas oprimidas que buscaban justicia, y desde los años 60 asumieron la estrategia paramilitar impuesta por los Estados Unidos, la cual involucró a la población civil en la guerra, tanto como objetivo de los ataques militares, cuando sus opciones éticas y políticas le inspiraban posiciones anti-sistémicas, como en calidad de cantera de combatientes auxiliares en las huestes paramilitares. La connivencia de nuestra Iglesia con una fuerza armada comprometida en tan perversas estrategias, primero a través del Servicio Religioso Castrense y luego a través de la Diócesis Castrense, no ha dejado de producir un conflicto de conciencia profundo en muchos católicos colombianos, que nos lleva a pedir perdón a las inmensas capas de colombianos victimizados por una represión militar y paramilitar de tan larga trayectoria y de tan criminales alcances, involucrada en los más horrendos crímenes de lesa humanidad. Nos comprometemos a solicitar al Papa Francisco que ordene la supresión de la Diócesis Castrense y que ordene a nuestra jerarquía tomar una distancia radical de instituciones armadas y represivas que resultan involucradas de manera sistemática en tantos horrores.

Habiendo permanecido Colombia tanto tiempo en guerra, nuestra Iglesia no propició nunca entre sus feligreses discernimientos de fondo sobre su involucramiento en la misma, dado lo difícil o imposible de las neutralidades. Una larga tradición doctrinal acogió siempre en la Iglesia Católica la doctrina de la Guerra Justa, asumida por teólogos, juristas y filósofos católicos desde muchos siglos atrás, incluyendo a varios Padres de la Iglesia, quienes le señalaron límites normativos de prudencia humana. Pero toda guerra involucra al menos a dos facciones cuyos motivos, objetivos y métodos imponen discernimientos éticos. Nuestra cruda realidad histórica evidencia que muchos católicos tomaron las armas en uno u otro bando, unos para defender un orden institucional existente, otros para atacarlo desde la convicción de que servía sólo a unas élites opresoras. Entre los primeros permanece interpelante el testimonio del Obispo Ezequiel Moreno Díaz, entre los segundos el del Padre Camilo Torres Restrepo. Tampoco es posible ocultar que nuestras jerarquías avalaron de tal modo la primera opción, que impulsaron la canonización del Obispo Ezequiel Moreno, y que estigmatizaron tanto la segunda, que han condenado y perseguido a quienes se involucran en las guerrillas e incluso toman medidas represivas contra miembros del clero que muestran comprensión y acompañamiento espiritual a los insurgentes. Algo deshonesto sería de nuestra parte negar que nuestra Iglesia ha estado comprometida a fondo en el conflicto armado y que el peso mayoritario de nuestras jerarquías ha estado al lado de la acción armada del Estado y del Establecimiento en la conducción de la guerra. Pero cuando nuestra conciencia cristiana se enfrenta al discernimiento de los motivos, objetivos y métodos de la guerra, no podemos eludir el gran conflicto de conciencia que nos invade, nos angustia y nos arrastra a pedir perdón a nuestro pueblo por evadir tantas responsabilidades en algo que ha destruido muchos centenares de millares de vidas y la dignidad y los derechos fundamentales de las mayorías de nuestro pueblo.   

La falta de un discernimiento evangélico profundo frente a los conflictos vividos, arrastró a nuestras jerarquías a ejercer un tipo de violencia moral que hoy, retrospectivamente, consideramos totalmente contraria al Evangelio. Apoyados en una teología que poco respetaba los discernimientos de conciencia de los creyentes y daba primacía a una concepción objetivista y manipulada del pecado, algunos Papas y Obispos condenaron radicalmente posiciones ideológicas de los creyentes y las sancionaron con la privación de los bienes espirituales más preciados que la Iglesia administra, como son los sacramentos, causando profundos traumas morales. Así, el Decreto del Santo Oficio del 15 de julio de 1949, aprobado por el Papa Pío XII, excomulgó a los católicos que adhirieran a algún partido o corriente comunista o que colaboraran de alguna manera con ellos. La satanización de dicha militancia se replicó en Colombia proyectándola en la ley penal, a través del Decreto 434 de 1956 del Dictador Rojas Pinilla, donde impresiona el paralelismo textual entre las colaboraciones pecaminosas con los comunistas (según el Vaticano) y las colaboraciones delictivas con los comunistas (según la dictadura militar), sometidas éstas a consejos verbales de guerra en la justicia penal militar colombiana. Algo de igual naturaleza ocurrió en Sogamoso, Boyacá, el 5 de junio de 1949, cuando la población fue sometida a la sanción canónica colectiva del “Entredicho” por haber votado a favor del Partido Liberal, quedando los católicos de esa ciudad privados de los sacramentos. Sanciones canónicas similares, como la negación de los sacramentos o de la sepultura cristiana, fueron impuestas por Obispos y Sacerdotes a numerosos liberales y comunistas como formas de violencia moral que lesionaba y ofendía gravemente la conciencia de los creyentes, heridas morales que han quedado en nuestra historia manchando el rostro de la Iglesia de Jesús,por lo cual pedimos perdón a las víctimas y a quienes arrastran todavía sus profundas secuelas.

Esa misma falta de discernimiento evangélico, agravada quizás por el temor a desestabilizar alianzas de poder muy consolidadas entre la jerarquía católica y las estructuras de poder vigentes, llevó a mantener un silencio sistemático y cómplice, como Iglesia, frente a horrores perpetrados por los gobiernos conservadores y liberales o frentenacionalistas contra capas enormes de víctimas cuyo delito era el inconformismo con la injusticia. Así, desde la masacre de las bananeras en 1928; pasando por los horrores de la violencia de los “chulavitas” y los “pájaros”, despojadores de tierras a gran escala en beneficio de las élites, entre los años 40s y 50s; por la masacre de Santa Bárbara en 1963; por los bombardeos de Marquetalia y zonas calificadas malintencionadamente como “repúblicas independientes” en 1964; por la masificación de la tortura propiciada por el Estatuto de Seguridad de Turbay (1978- 82) que dejó más de 60.000 víctimas; por las decenas de millares de desaparecidos a partir de los años 80; por los miles de masacres perpetradas conjuntamente por militares y paramilitares entre 1985 y 2015; por el genocidio de la U.P. (1985 en adelante); por el exterminio de sindicatos, organizaciones campesinas y estudiantiles y movimientos políticos de oposición en los últimos 50 años; por el crimen horrendo de los “falsos positivos” en el cual se involucraron todas las brigadas militares en los gobiernos de Uribe y Santos (2002- 2016) dejando millares de víctimas, crímenes todos horrendos y sistemáticos en los que el silencio de la jerarquía católica, la cual mantenía excelentes relaciones con los gobiernos y sus fuerzas armadas, sumó como “eventual oposición ética neutralizada”, en favor de los victimarios. Si bien hubo voces proféticas de clérigos y laicos, hombres y mujeres, que denunciaron los horrores, pagando muchos de ellos su coherencia con su vida, su integridad o su libertad, hay que deplorar también que muchos de ellos y ellas sufrieron persecución por parte de sus mismas jerarquías, destituyéndoles de sus cargos, cargándoles de sanciones canónicas a petición de los mismos victimarios e incluso siendo delatados o entregados a sus perseguidores por sus mismos pastores.

Pero no sólo el silencio y la omisión frente a estrategias sistemáticas criminales de nuestras instituciones, que siempre han posado de legítimas y legales a pesar de contradecir y violar principios universales de dignidad humana, nos llevan hoy a pedir perdón a la enorme multitud de sus víctimas por haber callado cuando no teníamos derecho a callar como Iglesia de Jesús. Para vergüenza nuestra, también miembros de nuestro clero se involucraron en acciones y procesos contra la vida y la dignidad humana. Hubo sacerdotes que aceptaron colaborar en la instrucción militar de niños y niñas con miras a su participación en estructuras militares y paramilitares; hubo también sacerdotes que hicieron parte de grupos abiertamente criminales, como el grupo paramilitar de “Los Doce Apóstoles”, liderado por el hermano de un Presidente de la República. Hubo obispos y sacerdotes que llegaron a acuerdos con líderes paramilitares en varias regiones del país, recibiéndoles sus tierras para quitarles el estigma narco-paramilitar e incluso limpiando superficialmente su imagen declarándolos “constructores de paz”, como en el caso del líder paramilitar Víctor Carranza. Confiamos en que la visión de las ruinas humanas que ha ido dejando este conflicto les haga recapacitar y que el sufrimiento de sus víctimas transforme la conciencia de todos los miembros de nuestra Iglesia para que esto nunca se vuelva a repetir.

Nuestra mirada retrospectiva y penitencial hacia tantas décadas de violencia que han dejado secuelas tan profundas en nuestro pueblo, no puede menos que interpelar nuestras conciencias por lo que hay allí de traición al Evangelio de Jesús. No podemos echar de menos, sin embargo, los testimonios heroicos de obispos, sacerdotes, religiosas y laicos que actuaron en conciencia y pagaron como precio la persecución, la tortura y la muerte por denunciar y actuar contra formas de injusticia y de represión criminales.

Al pedirle perdón a Dios por haber deshonrado su nombre y su proyecto divino en nuestra concreta historia de violencia, imploramos su fuerza y su coraje, manifestado en la humanidad de Jesús, para vencer el temor y los halagos del poder, poniendo por encima de todo los ideales evangélicos de la verdad, la transparencia, la solidaridad, la justicia y el amor eficaz a los oprimidos y a las víctimas.

A las víctimas de nuestras complicidades y silencios les pedimos humildemente perdón a la vez que las invitamos a ayudarnos a transformar nuestras comunidades eclesiales con el testimonio de su resistencia y con la denuncia de sus sufrimientos proyectada hacia una sociedad que condene los horrores de nuestro pasado y sobre ese reconocimiento se encamine a la construcción de estructuras elementales de justicia y dignidad humana.

Invitamos a la Conferencia Episcopal de nuestra Iglesia a realizar un acto simbólico de carácter nacional en que se pida perdón, en presencia de representantes de movimientos políticos liberales y comunistas, por lo que la Iglesia contribuyó a la persecución, estigmatización y exterminio de muchos de sus militantes en el pasado y anuncie sus propósitos y estrategias que conduzcan a borrar los estigmas y a prometer respeto por las opciones ideológicas y políticas que no sean las suyas.

También invitamos a la Conferencia Episcopal a que solicite a todas las parroquias del país leer un texto de petición de perdón, en uno de los domingos de Cuaresma de 2017, por la participación de la Iglesia en la violencia de las décadas pasadas.

Invitamos a la Arquidiócesis de Bogotá a sacar del recinto de la Catedral Primada los restos mortales del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y entregarlos a la Alcaldía de Bogotá para que les asigne un espacio ajeno al culto cristiano.

Nos comprometemos, finalmente, a solicitar de modo fraterno y respetuoso a Su Santidad el Papa Francisco, el cierre, en Colombia, de la Diócesis Castrense, que se ha encargado desde su origen del cuidado pastoral y de la administración de sacramentos a las fuerzas militares de Colombia. Este momento del país en que se cierra un capítulo de la guerra, puede ser el propicio para clausurar esta misión y para solicitar a los miembros católicos de la fuerzas militares que se integren a las demás comunidades locales, sin que tengan una jurisdicción eclesial especial que les atienda, dado que las alianzas institucionales limitan y coartan la libertad evangélica, sobre todo en aspectos tan neurálgicos como la actividad militar, esencialmente violenta y ligada al exterminio de vidas humanas y a la represión de actividades humanas frecuentemente ligadas a la búsqueda legítima de justicia.

Con sincero dolor pero también con la esperanza de que en nuestra Iglesia obre en este momento de gracia la fuerza evangélica de la “metanoia” o conversión profunda, pedimos PERDÓN a Dios y a nuestras víctimas, no sin compartir el anhelo de un futuro más humano y, para nosotros, más cristiano.

Fraternalmente, en solidaridad con el pedido de perdón de los colombianos,

 

NOMBRE Y APELLIDO/PROFESIÓN/PAÍS

1/ADALBERTO DA SILVA DE JESÚS/Agente de pastoral/Brasil

2/ADELAIDE BARACCO/Teóloga/España

3/ALBERTO GIRALDEZ/Farmacéutico/España

4/ALESSIO TEZZA/Funcionario provincial/ Italia

5/ALIX JEAN/Religioso/Haití

6/AMPARO ALVARADO/Teóloga/Perú

7/ANDREA GAGLIOTTA/Empleado público/Italia

8/ANDRÉS REDONDO NOVILLO/Psicólogo/España

9/ANDRÉS REDONDO SANCHEZ//España

10/ANGEL VILLAGRÁ/Politólogo/España

11/ANGELO BALLARDINI/Jubilado/ Italia

12/ANNA EVELYN VASQUEZ/Religiosa/México

13/ASCENSION REDONDO/Maestra/España

14/ATTILIO GALIMBERTI/ex Dirigente Empresa/Italia

15/BEGOÑA PLAGARO/Religiosa/España

16/CARMEN SERRANO/Funcionaria/España

17/CESAR AUGUSTO ESPINOZA MUÑOZ/Religioso/Costa Rica

18/CHARITY RYERSON/Lawyer/United States of America

19/CIRA LEON/Docente/Venezuela

20/CLAUDIA HUIRCAN/Agente de pastoral/Chile

21/CRISTIAN CASTRO HIDALGO/Estudiante de teología/Costa Rica

22/DÁRIO BOSSI/Sacerdote/Brasil

23/DEMUEL TAVARES ROSA/Sacerdote/Puerto Rico

24/DON GIOVANNI ZAMBOTTI/Sacerdote/Italia

25/EDUARDO DE LA SERNA/Teólogo/Argentina

26/ELIZABETH DELIGIO/Justice Coordinator/United States of America

27/EMILIA MARGARITA  MARTINEZ//Venezuela

28/EMILIA SENA/Agente de pastoral/Chile

29/ERNESTO MEJÍA MEJÍA/Sacerdote/México

30/EVARISTO VILLAR/Teólogo/España

31/FELIX LAMA/Misionero claretiano/Panamá

32/FERNANDA VACA/Docente/Venezuela

33/FERNANDO GUZMÁN/Promotor de desarrollo/Argentina

34/FIORELLA POLLI/Ama de casa/ Italia

35/FRANCISCO LAZO/Agente de pastoral/Chile

36/FRANCISCO SOBRADO CALDERÓN/Docente/Costa Rica

37/FRANCO TORRES/Agente de pastoral/Argentina

38/GLORIA CANAVAN/Misionera/España

39/INES MA. LANDRÓN  BOU./Docente/Venezuela

40/ISABEL GARCIA LOYGORI//Venezuela

41/ISMAEL MONTERO TOYOS/Sacerdote/España

42/JACQUELIN JIMENEZ/Docente/Venezuela

43/JAVIER MONTÓN/Agente de pastoral/Chile

44/JOSE MARÍA NAVARRO/Ingeniero/España

45/JOSÉ VIDAL PEREZ/Sacerdote/Costa Rica

46/JUAN JOSÉ TAMAYO/Teólogo/España

47/KATHLEEN DESAUTELS/Sister of Providence/United States of America

48/LOURDES ALCALA/Docente/

49/LUISINA MARIEL CRESPO/Agente de pastoral/Argentina

50/Ma. ELENA GARMENDIA/Religiosa/España

51/MA. LUISA NAVARRO G./Docente/Venezuela

52/MAGNA YLLANES/Enfermera/Costa Rica

53/MARGOT  BREMMER/Téologa/Paraguay

54/MARIA ANTONIA AMAU/Docente/España

55/MARIA ANTONIA SILGO/Psicóloga/España

56/MARIA MERCEDES GARCIA/Docente/España y Venezuela

57/MARÍA VICTORIA TORRES/Docente/España

58/MARÍA VIDAL DE HAYMES, PH.D./Académica, Loyola University Chicago/EEUU

59/MARILYN  LORENZ/Teóloga/EEUU

60/MATILDE DELGADO/Docente/España y Venezuela

61/MAYRA IVON MELÉNDEZ/Agente de pastoral/Puerto Rico

62/NATALIA DIAZ/Documentalista/España

63/NATALINA MARCONATO/Jubilada/ Italia

64/NELLY ARROBO RODAS/Defensora derechos de los pueblos/Ecuador

65/NIDIA ARROBO RODAS/Economista/Ecuador

66/NOHEMI RODRIGUEZ/Docente/Cuba

67/PAOLO NEROZZI/Empleado/Italia

68/PATRICIO DEL SALTO/Líder espiritual/Ecuador

69/PILAR GARCÍA/Administrativa/España

70/PILAR SÁNCHEZ GONZALEZ/Psicóloga/España

71/RENZO TEZZA/Diácono/ Italia

72/ROCIO REDONDO/Psicóloga/España

73/RONALDO MAZULA/Sacerdote/Brasil

74/SABAS C. GARCÍA GONZALEZ/Religioso/México

75/SALVADOR ROFES/Agente de pastoral/Perú

76/SIMON CRABB/Abogado/Escocia

77/SIOBHAN O'DONOGHUE/Académico/EEUU

78/STEPHEN HAYMES, Ph.D./Académico, DePaul University Chicago/EEUU

79/T HIAGO VALENTIN PINTO ANDRADE/Teólogo/Brasil

80/VANUBIA MARTINS/Agente de pastoral/Brasil

81/VILMA LEITÓN/Agente de pastoral/Costa Rica

82/YAGO REDONDO/Ingeniero/España

83/YOLANDA LINAZA/Religiosa/Venezuela

84/YUSLAY  DIAZ/Docente/Venezuela

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