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¿EXPERIENCIA DE DIOS… O EXPERIENCIA DE LO QUE SOMOS?

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En algunos espacios donde nos conocemos más o vivimos más confianza, he compartido cómo sigo “experimentando” a Ana tras su fallecimiento, hace ya algo más de catorce meses. Al hilo de ello, hablando de la fe, una persona comentó que ella vivía la experiencia de Dios, sin importarle tanto las creencias. Y fue ahí donde surgió la cuestión que me parece importante clarificar: ¿es posible una experiencia, desnuda de creencias?

Tal como lo veo, solo tenemos acceso directo a la experiencia de lo que somos en profundidad. Eso que somos no podemos pensarlo ni nombrarlo, porque no es un objeto. Sin embargo, podemos percibirlo de una manera inmediata y autoevidente: es lo que queda cuando no ponemos pensamiento. De hecho, únicamente lo podemos conocer cuando lo somos. Antes de experimentarlo, es imposible conocerlo, ya que solo se conoce lo que se es. Y en ausencia de conocimiento, no habrá sino mapas mentales y creencias.

Pues bien, ese “Fondo”, que solo puede ser conocido cuando se experimenta, es único y compartido por todos los seres. Carece de forma y de nombre: de ahí que los místicos lo nombren en ocasiones como “Nada” -piénsese en las famosas “nadas” de Juan de la Cruz o de Miguel de Molinos-. Sin embargo, la mente puede proyectar un nombre sobre él y llamarlo Ser, Consciencia, Vida, Dios… Por lo que, al experimentarlo, la persona podrá decir: “he experimentado el ser, o la consciencia, o la vida, o Dios…”. En realidad, el nombre no es nada más que una proyección mental, de acuerdo al mundo representacional y afectivo de cada persona. Así se explica, por ejemplo, que una persona diga que vive una “experiencia” de Dios o una “experiencia”… de Ana. En ambos casos, la experiencia remite al mismo y único Fondo, a Eso que somos todos, por más que nuestra mente y nuestros afectos le otorguen nombres diferentes. 

La trampa de deificar lo que es solo un nombre -un pensamiento que nombra a “Dios”-, supo verla con nitidez el Maestro Eckhart, uno de los más sublimes místicos de la tradición cristiana, distinguiendo “Deus” (Dios) de “Deitas” (Deidad). El primero es el dios pensado, a quien el creyente se dirige, ora, le habla… Tal dios es solo un constructo humano. Por el contrario, “Deitas” apunta al Fondo al que antes me refería, a aquello que somos en nuestra identidad profunda. No se trata ya de una divinidad separada, mucho menos antropomorfa, sino de lo realmente real, que trasciende tono nombre y todo concepto. No es extraño que, desde su propia experiencia de comprensión, el místico renano expresara: “Le pido a Dios que me libre de Dios”.

Así entendido, ese “Fondo” innombrable del que hablo, remite directamente al “Ser”, de Parménides, cuando, de manera tan simple como contundente, expresaba: “Todo lo que es, es” o “Solo hay Ser”. Remite igualmente a la “Consciencia” universal, como fuente, sustrato y contenido último de todo lo que es.

De Eso, innombrable, tenemos experiencia directa. Lo que ocurre es que, por razones cognitivas o afectivas, nuestra mente proyecta “Eso” en una persona particular o en un ser en el que se cree, y a partir de ahí afirmamos tener experiencia de esa persona (o de ese dios). Como decía, estamos experimentando lo único que es; los nombres vienen después.

Este fenómeno se constata con un simple dato: ¿por qué la Virgen María solo se aparece a personas católicas? La respuesta es sencilla: porque solo el “mapa” mental católico permite proyectar el Fondo último en esa imagen. Y lo mismo vale para replantear la fe en Jesús: ¿por qué los cristianos hablan de la “divinidad” de Jesús, entendida como una divinidad separada, cualitativamente distinta del resto de los humanos? Porque el “mapa” mental cristiano ha proyectado en Jesús aquel mismo y único Fondo.

¿A dónde conduce este planteamiento? A una constatación tan simple como revolucionaria: todos somos lo mismo desplegándose en formas diferentes. Dios (“Deus”), Jesús, María… o Ana: son formas concretas en la que se manifiesta lo único realmente real, aquello de lo que todo está hecho, aquello, por tanto, que constituye nuestra identidad. Ante este reconocimiento, cae cualquier comparación. Es innegable que en una persona concreta podemos apreciar cualidades notables, pero eso no niega que el fondo sea siempre el mismo. Se ve con claridad en la metáfora de las gotas de agua: una gota puede ser más grande o incluso más limpia que otra, pero todas ellas son la misma agua.

A partir de aquí, se abre el paso, de manera coherente y ajustada, a lo que ha venido en llamarse “paradigma posreligional o transteísta”. Cuando leo ciertos textos que se mueven en esa órbita, admiro su esfuerzo por actualizar creencias obsoletas, aunque sus reflexiones me producen una sensación de cansancio y de pereza, como si giraran en vano queriendo encontrar una salida a un callejón que no la tiene.

En concreto, desde mi punto de vista, me parece que esas reflexiones adolecen de dos problemas. Por un lado, parecen empeñarse en defender o sostener la creencia, como tratando de “modernizarla”. Ante ello, la pregunta es: ¿para qué tanto esfuerzo en “reinterpretar” la creencia cuando son las propias creencias las que han de ser superadas y trascendidas? Por otro, las percibo como discursos típicamente “mentales”, por lo que, ya de entrada, están condenados a la esterilidad. Lo que nace de la mente no podrá ir más allá del mundo de los objetos. Por lo que, aun queriendo replantear o “modernizar” aquellos contenidos, por más piruetas que quieran hacerse, no se conseguirá sino cambiar los nombres para quedar enredados en el mismo laberinto del que se pretendía salir. No niego que, en un momento determinado, esas relecturas ayuden a personas que se hallan en una situación determinada. Lo que afirmo es que son incapaces de alcanzar alguna salida real.

Siempre desde mi punto de vista, todos esos callejones sin salida únicamente pueden superarse desde la comprensión no-dual. Porque es esta comprensión la que lee ajustadamente la realidad como unidad-en-la-diferencia, por lo que podemos reconocer lo Uno -aquello que somos todos- en lo Múltiple -las diferencias en las que se despliega y expresa-.

Sin embargo, de manera sorprendente, tengo la sensación de que muchos de los autores que propugnan el paso a un “paradigma posreligional o transteísta” parecen “protegerse” de la no-dualidad, cuando no manifiestan prevenciones o incluso descalificaciones globales. El resultado es que se sigue manteniendo un discurso “mental”, que puede sonar más “moderno”, pero que no da el salto cualitativo que sería necesario para llegar a la meta que parecen proponerse.

Solo la comprensión no-dual permite trascender el paradigma religional, el mundo de las creencias y el propio teísmo. Porque nos sitúa, más allá de la mente, en el lugar donde cesan conceptos y palabras, por más que, en un segundo momento, los necesitemos, como “mapas”, para comunicarnos y comunicar lo que hemos vivido.

 

Enrique Martínez Lozano

Zizur Mayor (Navarra), 27 de octubre de 2024.

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