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IGLESIA AL DESNUDO

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Lo demanda la naturaleza humana –“frágil” de por sí–, y que intentan corregir en la Iglesia los cánones mediante la obligada jubilación o renuncia -75 años- de sus obispos. Exigiéndolo también la toma de conciencia de no pocos de ellos, de no poder seguir el ritmo de renovación sobre todo sinodal, es obvio augurar que nos encontramos ya en vísperas de frecuentes y solemnes celebraciones de “tomas de posesión”, de “entradas triunfales” en ciudades y catedrales, así como de asentamientos doctorales en sus respectivas sedes o cátedras.

Ante tal panorama, es posible que no sean ociosas reflexiones similares a estas:

Colocado en el sagrado atril de la convivencia entre los humanos el diccionario de la RAE, son muchos los misterios que automáticamente quedan desvelados solo por el hecho de saber leer e interpretar lo que refieren los académicos, doctos y expertos en los temas de sus competencias. Tal es el caso del término gramatical “desnudez”, que preside esta reflexión periodística, que ni exhaustiva ni principalmente coincide con cuanto se relaciona con la sexualidad, que para muchos católicos parece ser el único o fundamental eje  de la relación religiosa con Dios, con consciente olvido de que otra y relevante opción del citado término es la de “patente, clara y sin doblez”. Subrayo tal condición respecto a la Iglesia, marginando ahora cuanto con cierto carácter enfermizo se refiere a otras desnudeces que prevalentemente se consideran en exclusiva como ético-morales.

Males mayores

A la Iglesia -idea e institución- le sobran vestiduras, con mención especial para los ornamentos que se dicen sagrados y con los que se intenta anunciar y adoctrinar a creyentes o no creyentes, con fruición, orgullo y autoridad, pero que en realidad le significan males mayores que los originados por la falta o escasez en el vestuario femenino y en el masculino, en determinadas circunstancias de lugar y de tiempo. 

Así reflexionaron y concluyeron, por ejemplo, la mayoría de quienes de alguna forma participaron en la contemplación de la solemnísima y espectacular ceremonia, difícil de ser superada por los siglos de los siglos, de la consagración de dos obispos auxiliares de su metropolitano, en el marco grandioso –“Magna Hispalensis”- de la catedral, con la indispensable y ornamental presencia del Nuncio de SS., de un ramillete de purpúreos cardenales, otro de mitrados obispos, - “Alto y Bajo Clero”-, de máximos representantes de las “autoridades militares, políticas -estatales, autonómicas y municipales-, por supuesto de cofradías e instituciones religiosas y echando a volar las campanas de los templos de la diócesis.

La Iglesia –“Nuestra Santa Madre la Iglesia”- no está como para brindarles a creyentes o increyentes estos espectáculos. No está para fiestas. El hecho de la consagración de dos señores obispos, auxiliares y con irrenunciables aspiraciones  a residenciales -cuando les llegue la hora-, no da para tanto, ni siquiera en la órbita de lo civil, en cuyas vísperas es posible que nos encontremos también, con inclusión, en un caso y en otro, de cuantiosos gastos. 

A muchos oyentes de la homilía arzobispal de Sevilla les causó extrañeza que el celebrante insistiera en la idea del “ejemplo que para el pueblo le suponen actos y celebraciones como estos”, es posible que poniendo el acento interiormente en el gesto litúrgico, ya periclitado, de obligar a los “consagrados” a echarse al suelo durante unos incómodos y breves instantes. 

Les extrañó asimismo el santo empeño que expuso en adoctrinar a sus dos nuevos obispos auxiliares en que su misión episcopal habría de caracterizarse y justificarse “enseñando, santificando y rigiendo la Iglesia”, con olvido tal vez inconsciente, de que, por ejemplo, predicar y enseñar resultan ser verbos inocuos y olvidadizos sin el testimonio de vida correspondiente, al margen de oratorias y liturgias por rituales que sean. Con olvido también de que académicamente el verbo “regir”, por activa y por pasiva, lleva consigo la acepción  de “dirigir, gobernar y mandar estableciendo una relación de dependencia”.

Ternas escandalosas

De obispos regentes y regidores de este tipo, y más con su cruz, tan abundantes todavía en la Iglesia, “¡líbera nos, Dómine!”.

Obispos e Iglesia al desnudo, sin hipocresías y politiquerías en sus nombramientos, y por tanto, con directa intervención del pueblo, y sin culposas nubes de incienso, mejor que mejor. Es lo que hace ser de verdad Iglesia a la Iglesia.

Y, por favor, que no nos escandalicen ni asusten con la inserción dolosa de nombres de posibles arzobispos de Madrid, de ternas "anti” y “ante” conciliares…

 

Antonio Aradillas

Religión Digital

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