CHILE. HISTORIA DE UN ESTALLIDO ANUNCIADO
Varios autoresEl presidente Piñera anunciaba, tras semanas de protestas, la remodelación completa de su gabinete y la cancelación de celebrar en el país dos cumbres internacionales, por la imposibilidad de garantizar la seguridad: el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), programada para noviembre, y la del Cambio Climático de Naciones Unidas (COP 25), programada para diciembre.
“No por dramático en su secuela de muerte y destrucción, el estallido chileno ha sido sorpresa. Es una constante histórica.” Así de rotundo se muestra Pablo Sapag, profesor de Historia de la Comunicación Social de la Complutense de Madrid. Es un gran conocedor de lo que allí pasa porque tiene mitad de sus orígenes en Chile y la otra mitad en Siria. “El modelo chileno reproduce una desigualdad que se arrastra de la época colonial y se profundizo hace 200 años”, explica como contexto de la inequidad. Chile es una colonia española especialmente militar, y tras su independencia, se reforzó con inmigrantes europeos que propugnaron el modelo de explotación intensiva de recursos naturales con mano de obra sin cualificar. “Se los repartirán los viejos encomenderos reconvertidos en terratenientes e inmigrantes ávidos de prosperidad. Su color de piel y su supuesta superioridad cultural justificaron hasta hoy el despotismo ilustrado para gobernar a la gran masa”, puntualiza seguro.
Pero, ¿cómo se ha llegado a estas cotas de descontento y contestación populares en una espiral que recorre toda América Latina, aunque el caso chileno es especialmente sangrante por las desigualdades sociales, la falta de redistribución en los impuestos, la ausencia del Estado en los servicios públicos, el descontento con las pensiones y el aumento de la carestía de la vida (no olvidemos que la subida del precio del metro fue el detonante de las revueltas)? En palabras de Gabriel Salazar, historiador chileno: “el reventón social más extendido, violento y significativo que ha vivido el país en toda su historia”.
Chile es hoy una realidad con dos vértices. Tras varias semanas de levantamiento popular, el país está sumido en una crisis de gobernabilidad y de representatividad política que deja a los líderes sin ningún aval social. La clase política ha demostrado su peor cara y hay un gobierno ineficaz que ha tratado de implementar, con mayor fuerza y de manera drástica, cambios económicos ultra liberales para mantener el crecimiento económico sostenido que Chile había logrado en las últimas décadas. Para conseguirlo no ha dudado en ejercer la acción represiva de las fuerzas policiales y la salida del ejercito a las calles, lo cual revive heridas del pasado de la dictadura.
En el lado opuesto; la ciudadanía se manifiesta ejerciendo el derecho constitucional y, lo que es hasta esperanzador, la comunidad se alza, mostrando un Chile indignado por la falta de dignidad y justicia social. Millones de personas han salido a exigir cambios para el bien común. El pueblo se ha organizado dando el primer paso fuerte y claro contra el miedo y el autoritarismo, lo cual ha contagiado a universitarios, trabajadores, y pensionistas. Los medios de comunicación han manipulado las imágenes y el discurso sobre las manifestaciones, que ha provocado incertidumbre en la población, acudiendo en masa a supermercados para abastecerse por miedo a una crisis de alimentos. Esa desinformación provocó caos y desorden social que incitó los saqueos, incluso bajo la vigilancia de las fuerzas del orden.
Parte de esa tensión social se deriva de los enfrentamientos de la comunidad con policías y militares, dotados de armamento, gases lacrimógenos, bastones, balines de goma, perdigones, armaduras, escudos, que dirigen contra civiles. El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), ha entregado antecedentes a Amnistía Internacional y Observadores de las Naciones Unidas, dónde se han denunciado 120 acciones judiciales en curso de las cuales 91 son por torturas cometidas por agentes en dependencias policiales.
Casi 50 años de descontento social acumulado
Las protestas son producto del descontento histórico tras más de 47 años de vulneraciones a los derechos de chilenas y chilenos. No fue la subida del billete de metro lo que generó esta crisis. Es una más de las tantas medidas injustas que han aplastado a la clase obrera del país. Las personas afectadas hoy son esas capas medias de la sociedad junto con las clases populares, las trabajadoras de Chile, que se sienten explotadas, desprotegidas y vulnerables desde el periodo de la dictadura hasta la democracia liberal actual.
Algunas fechas que marcan ese camino, partiendo del año 1973 cuando se impuso de manera violenta y sangrienta el modelo neoliberal a Chile a través de una dictadura cívico-militar. En este periodo se procedió a crear una nueva constitución en el año 1980, dejando cimentado el camino para la implementación de este nuevo modelo económico. Después, el primer evento de nuestra memoria social es el llamando al plebiscito del año 1988, siendo uno de los actos políticos más masivos de la historia de Chile, el cual logró llamar a las primeras elecciones democráticas después de 17 años de dictadura, y que nos llevó a elegir en 1990 un presidente de manera democrática. Este prometió grandes cambios para la sociedad chilena. El descontento y desconfianza con la clase política fue creciendo durante esta espera mientras unos producían para incrementar la riqueza de los ultra ricos.
En 2001, surge el primer chispazo de indignación con el denominado Mochilazo de estudiantes de secundaria (los “pingüinos”, por el color de sus uniformes) quienes gritaban “la asamblea manda”. Luego, el 2006 nuevamente esos estudiantes convocaron las marchas más tumultuosas de la época, para exigir la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) y la gratuidad de la educación (de esto sólo se consiguió la gratuidad parcial de la educación superior). En 2011 las universitarias exigían mejoras en las becas y tasas accesibles. En el 2016 surge la marcha convocada por diversas organizaciones sociales en protesta contra el modelo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), sin que se materializaran cambios ni en la ley ni a las pensiones de la población. En 2018, hubo movilizaciones pidiendo el aborto libre, gratuito y seguro, y después en todo el país se exigió la despenalización de este y leyes que aseguren las libertades de todas las mujeres (solo se logró una ley de aborto por 3 supuestos, y la derecha oficialista revirtió los avances con algunos subterfugios legales que hacen que muy pocas mujeres hoy tengan acceso a ese derecho). En 2019, en el Día internacional de las Mujeres, salimos a las calles a protestar por la igualdad de derechos, la protección contra la violencia y la penalización de los feminicidas, pero ninguna ley cambió y las penas de los agresores siguen siendo bajas o nulas.
En este repaso cronológico queda de manifiesto que la sociedad chilena hace mucho tiempo que está acumulando descontento, pero la clase política no ha estado a la altura. Sólo se preocuparon de pulir el modelo económico hasta llegar a ser el ejemplo perfecto del neoliberalismo aplicado. También, avalaron la generación de ganancias a costa de la explotación de recursos naturales y de la mano de obra, también liberalizaron el accionar de las grandes empresas nacionales e internacionales, entre tantas otras medidas reprochables. Así sumamos 47 años de desigualdades, explotación, vulneración y transgresión de derechos.
Chile es un país que se ha privatizado, con transnacionales que tienen adjudicaciones de servicios públicos como el transporte, carreteras, recursos marinos, minerales o el agua. La educación chilena es considerada un bien de consumo, de calidad desigual según sea el tipo de institución que puedas pagar (pública o privada) acrecentando así las brechas de desigualdad entre pobres y ricos. Existe un sistema de capitalización individual de pensiones que permite a las empresas quedarse con los excedentes de los ahorros mientras las personas jubiladas reciben pensiones que no alcanzan el monto del salario mínimo nacional.
Las protestas, expresión de la falta de diálogo
La última semana de noviembre se producía una gran marcha ciudadana bajo el lema Chile despertó, y la esperanza está en que nunca más se vuelva a dormir. Por primera vez se han reunido tantos chilenas y chilenos por un mismo fin, durante horas, caminando kilómetros, desafiando el toque de queda impuesto por el Gobierno, pero principalmente sin miedo.
Esa movilización fue el punto culminante de varias semanas de protestas en el ámbito nacional, dónde la comunidad salió a las calles de forma pacífica con sus ollas para golpear al son de los gritos y cánticos de protesta, reunidos en los lugares más emblemáticos de cada ciudad, frente a edificios públicos. Las movilizaciones en principio, eran una forma de denuncia del descontento, luego pasaron a manifestar el repudio por las medidas adoptadas por el Gobierno, y las autoridades no se dieron por enteradas, lo cual indignó aún más a la población, teniendo que aclarar que el centro de la demanda no era el congelamiento del precio del metro, sino una necesidad de cambios necesarios para que la clase obrera logre la justicia social.
Los manifestantes demandan un sistema de ahorro de pensiones que permita pensiones dignas, rebajas en los salarios de los diputados/as y senadores/as, mejoras sustanciales en la financiación del sistema de salud, aumento del salario mínimo en concordancia con el coste de la vida y niveles de productividad del país y rebajas en las tarifas del agua, transporte y peajes de las carreteras. Todas las demandas apuntan a exigir un cambio de Constitución a través de una Asamblea Constituyente y Plebiscitos Ciudadanos.
El papel de la Iglesia, ante el desgarro social
Desde la óptica de una militante de la JEC en Chile, Camila Jara Aparicio, desde el corazón de las protestas, arroja luz con su testimonio. “Lamento ver que la cúpula de la iglesia chilena ha guardado silencio absoluto. No existen declaraciones respecto a lo que está sucediendo. Quienes ha sacado la cara en estos momentos han sido nuestros curas obreros, los que viven en los campamentos y cerca de las poblaciones, además de algunos grupos de jóvenes que se han atrevido a salir y manifestar su convicción y apoyo a las demandas sociales basadas en la pregunta ¿qué haría Cristo en mi lugar hoy?”.
“Ahora, no hay que olvidar que la iglesia chilena viene saliendo de una gran crisis eclesial producto de los escándalos de pedofilia que hizo que a mediados de 2018 todos los obispos pusieran sus cargos a disposición del Papa Francisco. Claramente, en estos momentos, no conviene recordarle a la comunidad los pecados de nuestra iglesia. Creo, a manera muy personal, que la iglesia calla por miedo y vergüenza”, concluye.
El sacerdote obrero Mariano Puga lo ve como un apostolado sobre el que no puede existir equidistancia. “Nos han quitado todo, menos la humanidad, que es un don de Dios y nadie puede quitar lo que Dios nos dio, ni el peor de los dictadores puede quitar esa condición”. Yo también creo que Chile es hoy, a pesar del dolor, un país más humano y más consciente. Dice Puga, “cada uno de estos seres humanos, los que tocan las ollas, los que rompen el metro, los que silenciosamente buscan, arriesgan, dan la vida por un mundo distinto, todas y todos tenemos algo de Dios”.
La nota de esperanza puede darse tras conseguir alzar la voz. “Tengo fe en un Chile nuevo, en una nueva generación con valores humanos, democráticos que comprenda el enfoque de Derechos Humanos que debe ser transversal a la vida de una sociedad, sus políticas, sus leyes”.
“Estoy feliz de ver que no decae la lucha, de que todas las generaciones se han encontrado en las calles, han compartido, se apoyan y se cuidan. Además, Chile marcará un precedente para el continente entero, el que también ha sido masacrado por décadas”, asegura Camila Jara, quien no ve otro camino del cambio social en toda América Latina que no pase por la justicia social. “Tengo una esperanza infinita en que por fin veremos con claridad la forma de cambiar nuestros modelos de producción, que disminuiremos las brechas económicas y sociales. Espero ser parte de esa generación que construya este Chile nuevo, espero ver los cambios consolidados, espero que se haga justicia, para que mi pueblo que ha sido crucificado resucite con Cristo en la esperanza de la buena nueva”, asegura.
“Sentí la necesidad de difundir lo que sucede en Chile y denunciar lo que nuestras autoridades hacen con nuestro pueblo. He querido arriesgarme, dejar el miedo y salir. Gritar mi descontento, el descontento de todas y todos, porque quiero un Chile nuevo, más justo, más igualitario y democrático. Y a pesar del cansancio salir a las calles “hasta que la dignidad se haga costumbre” (frase de Jacinta Francisco)”, concluye.
Esta información ha sido elaborada con el testimonio directo de la Trabajadora Social Camila Jara Aparicio y la colaboración del asistente social Guillermo Saavedra Jiménez.
Alandar
David Álvarez y Álvaro Mota