JOSUÉ 24, 1-2. 15-17. 18b / EFESIOS 5, 21-32
José Enrique GalarretaJOSUÉ 24, 1-2. 15-17. 18b
Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos, a los jefes, a los jueces, a los magistrados, para que se presentasen ante Dios. Josué dijo a todo el pueblo:
- Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quién servir; a los dioses a quienes sirvieron vuestros antepasados al este del Eúfrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al Señor.
El pueblo respondió:
- ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud. Él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos y entre los pueblos por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.
El libro de Josué narra la conquista de "la Tierra prometida". Es un libro escasamente histórico (según nuestro concepto de "historia"). Los sucesos están constantemente alterados por su valor significativo para expresar el mensaje fundamental: la conquista es en realidad un regalo de Dios que hace que su pueblo, insignificante, prevalezca contra enemigos poderosos.
El fragmento que leemos hoy es igualmente poco histórico pero muy significativo: al final, cuando la conquista ya se ha completado (cosa que no sucederá hasta siglos más tarde y nunca será del todo completa), Josué reúne a todas las tribus y las autoridades de Israel para un acto final solemne de aceptación de la Alianza. Si sucedió así o no, importa poco. Importa el mensaje: ¿vais a servir a Dios o preferís otros dioses?
Naturalmente, la respuesta tiene intención aleccionadora: Israel en pleno acepta servir a Dios. Pero nos interesa mucho más la pregunta, porque ésta sí que estará presente en toda la historia de Israel, como un verdadero y constante desafío.
EFESIOS 5, 21-32
Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es la cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos a amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo con la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. "Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" Es éste un gran misterio; y yo lo refiero a Cristo y a su Iglesia.
El mensaje de hoy es francamente desagradable. Sin ningún fundamento en palabra alguna de Jesús, se propone una estructura matrimonial patriarcal, en la que el varón antecede a la mujer. Es la mentalidad de la época, evidentemente, pero no tenemos por qué canonizarla proclamando al final "palabra de Dios".
Debemos sacar dos consecuencias: en primer lugar, que en la Escritura, incluso en el Nuevo Testamento, no sólo está la Palabra de Dios, sino mucha palabra humana, que es sin duda lo que aquellos entendieron, pero que no ha sido iluminado con La Palabra. Si alguien tiene alguna duda de esto, lea las prescripciones del Levítico sobre los alimentos y sobre la esclavitud, o la ley del Anatema, y se convencerá de qué ligeramente calificamos de "Palabra de Dios" a toda la Escritura sin discreción alguna.
En segundo lugar, que no debemos leer este texto en la eucaristía de hoy. No sirve más que para crear disgusto, sorpresa... no tiene ningún mensaje religioso, ni menos de Jesús. Pero, si lo leemos, no debemos cambiarlo, modificarlo para que suene bien. Si lo leemos, hagámoslo para que se vea que el autor (que no es Pablo) tiene ideas que no compartimos, y para enseñar a leer bien la Escritura.
José Enrique Galarreta