ERRORES Y
BENEFICIOS DE
LA ORACIÓN DE PETICIÓN
Errores
en la oración de petición
Un amigo mío me confesaba: de niño aprendí que
"orar es levantar el corazón a Dios para pedirle
mercedes"; de mayor he comprendido que "orar
es fabricar ‘mercedes’ para ofrecérselas a Dios".
Tras el chiste, hay mucha teología de la buena.
En nuestro subconsciente late la idea de que Dios
está en las alturas y hay que alcanzarle con
esforzadas oraciones para que nos haga llegar su
favor desde allá arriba. Habitualmente pretendemos
que nuestra oración mueva a Dios y nos resuelva los
problemas, mientras nosotros esperamos el favor o el
milagro sin utilizar nuestros dones, sin saber
siquiera que los tenemos. Muchos cristianos
pretenden conseguir de Dios lo que ellos mismos no
quieren hacer, lo que no se esfuerzan por conseguir.
Con demasiada frecuencia acudimos a la oración de
petición sin percatarnos de que oramos a los ídolos:
·
al dios de la manga, al que imaginamos
distraído y necesitamos llamar su atención, tirarle
de la manga, para que se acuerde de nosotros y nos
escuche.
·
al dios grifo, que nosotros abrimos a nuestro
antojo con la oración y se cierra automáticamente
cuando no nos acordamos de pedir.
·
al dios negociador, al que ofrecemos algún
sacrificio, alguna promesa, alguna vela, a cambio de
la deseada concesión.
El Dios verdadero sólo quiere nuestro bien y nuestra
felicidad sin precio alguno, totalmente gratis.
Dios nos ha dado todos los recursos, que debemos
descubrir y explotar. Somos nosotros los que hemos
de movernos, fructificar nuestros talentos.
Decía Martin Luther King: "Dios, que nos ha dado
la inteligencia para pensar y el cuerpo para
trabajar, traicionaría su propio propósito si nos
permitiese obtener por la plegaria, lo que podemos
ganar con el trabajo y la inteligencia".
Afirmaba san Ignacio: "Haz las cosas como si todo
dependiera de ti y confía en el resultado como si
todo dependiera de Dios".
Y san Agustín es todavía más rotundo: "La oración
no es para mover a Dios, sino para movernos a
nosotros"
(Carta a Proba).
Beneficios de la oración de petición
La oración no es para mover a Dios, sino para
movernos a nosotros. ¿Contradice eso al Evangelio?
En él se lee claramente: "Pedid y se os dará;
buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque
el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que
llama se le abre" (Lc 11,9).
Para empezar, esas palabras me parecen una preciosa
llamada a la constancia. Nada se construye sin
permanecer en el proyecto. Quien pide, busca o
llama, está identificando sus aspiraciones, sus
objetivos, y es lógico pensar que estará dispuesto a
poner los medios para alcanzarlos.
La súplica tiene además otras ventajas:
·
Reconocemos a Dios, su existencia, su superioridad,
su cuidado. Quien invoca se hace consciente de esa
Presencia invisible que nos rodea, nos tutela y nos
impulsa desde dentro.
·
Reconocemos nuestras necesidades (limitación,
pobreza, fragilidad, ceguera, inconstancia…) y
nuestras aspiraciones (deseamos ser buenos,
generosos, pacíficos, justos, fuertes, sabios...).
·
Reconocemos las necesidades de los otros y nuestra
aspiración a colmarlas. Así expresamos nuestra
solidaridad, nuestro cuidado, nuestro amor gratuito.
Eso abre el corazón, amplia nuestra mirada, pone
nombre a la ayuda y nos predispone a actuar.
La "oración de petición", cuando la vivimos
bien, nos pone en nuestro sitio: seres pequeños y
limitados pero llamados a la inmensidad. Oscurecidos
pero en camino hacia la luz. Hacer “oración de
petición” es zambullirse en el regazo del Padre
y dejarse sentir su misericordia, su cuidado, su
amor.
Cuando pedimos: ¡Señor ten piedad!, no es
para arrancarle a Dios la piedad. Es para sentirnos
pequeños y abrirnos a la piedad que el Padre nos
regala permanentemente, para sentirnos protegidos
por el abrazo de Dios.
Las consecuencias de la oración son alegría, paz
interior e impulso para actuar. Estoy hablando, por
supuesto, de la oración de petición interiorizada,
sentida, personalizada. La otra, la rutinaria,
distraída o interesada, sirve para muy poco o para
nada.
Quien se conforma con la "oración de petición"
(habitualmente oración vocal) se ha sentado al borde
de la bocamina sin llegar a tocar los tesoros de su
yacimiento interior. Habrá que adentrarse en la
"oración de impregnación" -otros le dan nombres
distintos- para alcanzar lo mejor de nosotros
mismos, nuestras riquezas interiores, nuestro
"santa santorum". Porque sólo en lo profundo se
produce el encuentro y el abrazo con el Dios que nos
inunda.
La mal llamada intercesión
Tengo que confesar que, cuando oigo hablar de
intercesión, me chirrían todos los goznes.
Interceder, en nuestra preciosa lengua española,
significa
"hablar en favor de otro para conseguirle un bien o
librarlo de un mal".
Cuando intercedemos por otro nos comportamos como si
Dios fuese un potentado, que no conoce a nuestro
colega, y "se lo recomendamos" para que le haga
algún favor. Estamos rebajando a nuestro amigo a la
condición de “desconocido” en vez de “hijo”. Si
estuviéramos seguros de que Dios es Padre, que nos
conoce uno a uno, que se vuelca permanentemente por
mí y por el otro, nos daría vergüenza recomendar a
alguien a su propio Padre.
Por eso no creo en la oración de intercesión.
Tampoco creo en la intercesión de los santos o de la
santa Madre. No necesitamos intermediarios,
recomendaciones, ni enchufes. La gran ayuda de los
santos y de la Madre es su ejemplo. Son los
indicadores que jalonan y animan nuestro camino.
El origen de la intercesión me parece verlo -un caso
más- en las adherencias judías del cristianismo y
especialmente en el principio de expiación. O
expías tú o expía otro por ti. O ruegas tú o ruega
otro por ti. Hay que saturar al Poderoso con
méritos, reparaciones y súplicas para conseguir
borrar su enfado y que nos sea propicio. No hemos
asimilado el rostro del Padre revelado por Cristo.
No nos hemos abierto al Dios Amor, al Dios Padre y
Madre que nos busca insistentemente.
El favor de Dios está garantizado. No es necesario
que nadie le empuje para que salga a buscarnos. Él
siempre nos espera en el camino con los brazos
abiertos y la mesa puesta. Yo entiendo la
intercesión a la inversa: es el Padre el que nos
envía mensajeros que nos despierten y orienten. Nos
repiten: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2,5).
Jesús nos lo dejó bien claro: “Yo
no os voy a decir que rezaré por vosotros al Padre,
porque el mismo Padre os ama”.
(Jn 16,26).
Por tanto ni intercesión, ni intercesores. Desde que
lo he descubierto, mi relación con la Madre y los
santos es más cercana, más fluida, más amorosa. Ya
no les pido, ni siquiera les hablo, les escucho.
Cuando se trata de orar por otro ya no "intercedo"
-pretensión fatua- porque sé que “el mismo Padre
les ama”, que no necesitan influencias. Pero
cuando "vivo" el amor a una persona y se lo cuento
al Señor, consigo que crezca mi amor a esa persona.
Y si esa persona está presente en mi vida, sin duda
notará mi amor en múltiples detalles (trato,
sonrisa, apertura, paz, escucha, apoyo, etc.). ¡Mi
oración habrá sido eficaz! ¡He ayudado al otro!
El éxito de la oración se recoge en esta sencilla
ecuación: oración = transformación. La oración -toda
clase de oración- o es transformante o no es nada.
Insistiré una vez más: Nuestro Dios no necesita
mediadores, ni influencias, ni expiaciones, ni
holocaustos, ni sacrificios. Somos nosotros los que
necesitamos despertar de nuestra inconsciencia, de
nuestro aletargado sueño, de nuestro complejo de
esclavos. Nuestra tragedia es que vivimos escondidos
como miserables cuando somos herederos enormemente
ricos.
Jairo del Agua
Resumen de los tres artículos publicados en
ECLESALIA
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