ISAÍAS 6,
1-8
El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor
sentado sobre su trono alto y excelso; la orla de su
manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto
a él, y se gritaban uno a otro diciendo:
¡Santo, santo, santo
el Señor de los ejércitos,
la tierra está llena de su gloria!
Y temblaban las jambas de las puertas al clamor de
su voz, y el templo estaba lleno de humo. Yo dije:
- ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios
impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los
ejércitos.
Y voló hacia mí uno de los serafines con un ascua en
la mano, que había cogido del altar con unas
tenazas, la aplicó a mi boca y me dijo:
- Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido
tu culpa, está perdonado tu pecado.
Entonces escuché la voz del Señor que decía:
- ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?
Contesté:
- Aquí estoy; mándame.
El año 742 terminan los cuarenta años de reinado de
Ozías, años de prosperidad. Se van a suceder tres
reyes, Jotán, Ajaz y Ezequías, bajo los cuales, el
reino de Judá va a ser infiel a Yahvé, y se va a
enfrentar a la terrible amenaza de los asirios.
Isaías vive y profetiza durante estos reinados,
fustigando implacablemente los vicios del pueblo,
del rey y del culto, y procurando que no se hagan
alianzas políticas, sino que se fíen de Yahvé, que
sean fieles a Él, como única garantía de salvación.
Toda esta vida de profeta comienza en esta escena,
en la que se revela a Isaías la santidad de Dios y
se le elige como mensajero. Es la base de toda la
predicación y la teología de Isaías: la admiración
ante la absoluta santidad de Dios y, en
consecuencia, la conciencia del pecado, intolerable
ante Dios. Por esto, el pueblo será castigado y
Jerusalén destruida, pero quedará un resto, fiel al
Señor, que heredará la Promesa.
Este texto muestra por tanto el resumen de toda la
misión de Isaías, un hombre tocado hasta lo más
íntimo por la santidad de Dios y lo intolerable del
pecado del hombre.
1
CORINTIOS 15,
1-11
Os recuerdo el Evangelio que os proclamé, y que
vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y
que os está salvando, si es que conserváis el
Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha
malogrado vuestra adhesión a la fe.
Porque lo primero que yo os trasmití, tal como lo
había recibido, fue esto: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se le apareció a Cefas, y más tarde
a los Doce, después se apareció a más de quinientos
hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven
todavía, otros han muerto; después se le apareció a
Santiago, después a todos los apóstoles; por último,
como a un aborto, se me apareció también a mí.
Porque yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy
digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a
la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy
lo que soy y su gracia no se ha frustrado en mí.
Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque
no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues
bien, tanto ellos como yo, esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído.
En el amplio contenido doctrinal de la carta, el
capítulo quince se dedica por entero a una
catequesis sobre la resurrección. Este fragmento
muestra un apretado resumen de la fe de Pablo.
Pablo se considera el último y más indigno de los
apóstoles, elegido por Dios por pura misericordia,
pero proclama también que ha trabajado más que
todos, y que la fe en Jesucristo que todos profesan
es la misma.
En el contexto de las otras dos lecturas, nos
resulta sobre todo interesante la descripción que el
mismo Pablo hace de su propia vocación, y la
insistencia en que la llamada es pura gracia, sin
base alguna en sus propios méritos.