MIQUEAS 5, 1-4
Esto dice el Señor:
Mas tú, Belén Efratá, pequeña entre las aldeas de
Judá,
de ti saldrá el jefe de Israel.
Su origen es desde antiguo, de tiempo inmemorial.
Por eso él los abandonará hasta el tiempo
en que dé a luz la que ha de dar a luz.
Entonces el resto de sus hermanos volverá a los
hijos de Israel.
El se alzará y pastoreará con el poder de Yahveh,
con la majestad del nombre de Yahveh su Dios.
Habitarán tranquilos,
porque se mostrará grande hasta los confines de la
tierra.
El será nuestra Paz.
Miqueas predica en el Reino del sur, Judá, en torno
al año 700 aC, y es contemporáneo de Oseas y de
Isaías. Son los tiempos en que va a desaparecer el
Reino del Norte, Israel, a manos de los asirios (721
aC), tiempos en que la predicación se hace muy
radical, avisando a Judá de que su mal
comportamiento le puede acarrear la misma suerte.
En medio de las predicaciones de Miqueas aparece el
texto que hoy leemos. Anuncia el nacimiento de un
salvador, y su procedencia, la estirpe de David. Es
una manifestación de la esperanza mesiánica del
pueblo: nacerá un salvador de la estirpe de David.
(lo que viene a significar, depurando el mensaje,
"un nuevo David", un conductor del pueblo que lo
conducirá por los caminos del Señor.)
Así pues "la estirpe de David" significa "un nuevo
rey-salvador", y "Belén Efratá" es un circunloquio
para denominar a esa estirpe, puesto que la familia
de David procedía de Belén.
Este texto es interpretado en el Nuevo Testamento
como aplicado a Jesús en Mateo 2,6 expresamente y en
Juan 7,42. Se muestra en esas citas la creencia
extendida en Israel en tiempos de Jesús sobre la
procedencia del Mesías, y también la interpretación
al pie de la letra de la "profecía".
Esta interpretación al pie de la letra no es
correcta. Simplemente, Israel espera “un nuevo
David”, un rey salvador del pueblo. Que nazca en
Belén o que su ascendencia genealógica llegue hasta
David no son más que formas plásticas de proclamar
esa fe.
Esta es una de las razones por las que el nacimiento
de Jesús en Belén es discutido por muchos autores,
que lo consideran un modo plástico del evangelista
para afirmar que Jesús es el Mesías que esperaban.
Otros autores, sin embargo, manteniendo ese
significado, se decantan por la veracidad histórica
del nacimiento en Belén.
Sea de esto lo que sea, hay que insistir en que el
texto aplicado a Jesús muestra la primera fe
cristiano/judaica, en que Jesús es precisamente “el
que esperaban”, “el que había de venir”, pero hay
que añadir que los evangelios de la infancia
muestran con insistencia en que no es como lo que
esperaban, no se parece nada al Rey conquistador, y
ése será precisamente el mensaje global de Marcos y
muy especialmente el mensaje de los relatos de la
Pasión.
HEBREOS 10, 5-10
Cuando Cristo entró en el mundo dijo:
no quieres sacrificios ni ofrendas;
pero me has formado un cuerpo.
No aceptas holocaustos ni sacrificios por el pecado.
Entonces dije:
¡Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad!
Dice primero: No quieres ni te agradan sacrificios y
oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado
(cosas todas ofrecidas conforme a la Ley).
Después añade: Aquí estoy yo ahora para hacer tu
voluntad.
Niega lo primero para afirmar lo segundo. Y en
virtud de esta voluntad somos santificados, por la
oblación del cuerpo de Jesucristo, de una vez para
siempre.
La teología de esta carta, que nos resulta tan
lejana a veces, se esfuerza en presentar a Jesús
utilizando imágenes del culto de la Antigua Ley (el
Sumo Sacerdote, el Sacrificio...)
Aquí se aprovecha una cita del salmo 40,
acomodándola un poco, para referirla a Jesús. Se
presenta a Jesús como superación de los sacrificios
del Antiguo Testamento, como ofrenda definitiva ante
la cual todas las anteriores quedan derogadas.
Llama la atención lo explicito de las dos
afirmaciones:
“No quieres sacrificios ni ofrendas…
No aceptas holocaustos ni sacrificios por el
pecado.”
Y se substituyen estas ofrendas por otra: “Aquí
estoy yo ahora para hacer tu voluntad”.
El "sacrificio" que es Jesús no se refiere a su
muerte, sino a su vida entera, entregada a hacer la
voluntad de Dios. Ésa es la ofrenda agradable al
Señor.
De todas maneras, esta teología del sacrificio, tan
utilizada, tiene un grave peligro: entender que Dios
necesita ser aplacado con sangre (¡con la sangre de
su Hijo!), que sólo va a conceder su perdón
"ablandado" por el sacrificio de su hijo.
Desgraciadamente, esta interpretación extremosa se
ha utilizado con frecuencia, falseando de modo
patético la imagen de Dios. Por no insistir en el
tema, que ya conocemos, baste con recordar que es el
Padre el que salva, el que es Abbá. Porque es Abbá y
salva "no escatima ni siquiera su propio Hijo"
(Romanos 8).
Una teología sanamente derivada del Evangelio
entenderá siempre a Dios como el padre del Hijo
Pródigo, no como al Todopoderoso indignado que se
aplaca con el olor de la sangre de los sacrificios.
Nuestra lectura de estos textos debe insistir por
tanto en que en Jesús, en su "cuerpo", es decir en
su humanidad, en su entrega a la misión hasta la
muerte, es donde vemos la voluntad salvadora de
Dios. En Jesús conocemos al Padre, viendo a Jesús
entendemos a Dios como Salvador.
El autor de la carta, por tanto, a pesar de su
lenguaje tan afín al Antiguo Testamento, ha sabido
entender en qué consiste el sacrificio: en la
entrega de la vida a la voluntad de Dios. Por
supuesto, las expresiones “Cuando Cristo entró en el
mundo dijo…” o “entonces
dije…” no son más que escenificaciones de la entrega
de Jesús a la voluntad del Padre.
José
Enrique Galarreta, S.J.