JEREMÍAS 20, 7-9
Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has
agarrado y me has podido.
He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban.
Pues cada vez que hablo es para clamar:
«¡Atropello!», y para gritar: «¡Expolio!». La
palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa
cotidiana. Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni
hablaré más en su Nombre».
Pero había en mi corazón algo así como fuego
ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo
trabajaba por ahogarlo, no podía.
Es uno de los fragmentos más violentos y
significativos del libro de Jeremías (aunque
posiblemente haya sido introducido aquí por un
redactor). El verbo "seducir" no se refiere a una
atracción irresistible sino más bien a un engaño. Se
emplea en el caso de que un hombre seduce a una
virgen.
Jeremías es "manejado" por Dios, se siente
perjudicado, siente que su vida ha sido atropellada,
que se ha convertido en motivo de burla para todos,
y se ha resistido a ser instrumento de Dios... pero
Dios ha sido más fuerte, y dentro de sí mismo el
profeta siente el fuego de la Palabra, de la Misión,
que le lleva a "estropear su vida" por la Misión.
Pero, además de esto, hay un componente ineludible:
“me dejé seducir”. Ahí está la esencia de la vida
religiosa y cristiana: dejarse seducir por Dios,
como la persona que se deja seducir, que se deja
poseer, porque el amor es una atracción
irresistible.
¡Qué poco místicos somos! Pero ya lo dijo Rahner:
“la iglesia del siglo XXI será mística o no será”. Y
no van por ahí los vientos de la nueva
evangelización, me parece.
ROMANOS 12, 1-2
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de
Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una
víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será
vuestro culto espiritual.
Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la
voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto.
Se subrayan las mismas ideas, de forma simple, bajo
la imagen del "cuerpo", que en Pablo significa
siempre la vida misma (cuando no es el "cuerpo de
muerte”, es decir, la oposición al "espíritu" ). La
renovación de la mente, la conocida "metanoia", casi
sinónimo de conversión, hace que no nos acomodemos
al "mundo presente".
Así pues, el texto refuerza también la oposición
entre "salvar y perder la vida".