LECTURAS
Domingo 33 del
tiempo ordinario
DANIEL 12, 1-3
En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran Príncipe que
defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo
de angustia como no habrá habido hasta entonces otro
desde que existen las naciones.
En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todos los que se
encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos
para la vida eterna, otros para el oprobio, para el
horror eterno.
Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y
los que enseñaron a la multitud la justicia, como las
estrellas, por toda la eternidad.
Como en todos estos domingos, leemos el Evangelio de
Marcos. Se hace coincidir el final del año litúrgico con
el final de la predicación de Jesús, que es el anuncio
del final, los discursos escatológicos. Para
acompañarlo, se ha buscado un texto escatológico del
Antiguo Testamento, el de la profecía de Daniel.
HEBREOS 10, 11-18
Y, ciertamente, todo sacerdote está en pie, día tras
día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos
sacrificios, que nunca pueden borrar pecados. El, por el
contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo
sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre,
esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean
puestos por escabel de sus pies. Con una sola ofrenda ha
perfeccionado para siempre a los que van siendo
consagrados.
Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.
Podríamos repetir lo que ya hemos dicho en domingos
anteriores. Sin embargo, resulta interesante comparar
una frase de este texto con todo lo que afirma
anteriormente. Dice la última frase del texto de hoy:
“Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados”
¿Se ha dado cuenta el autor de que con esto destruye
todas sus afirmaciones anteriores sobre Cristo que se
ofrece a sí mismo como ofrenda por los pecados? Casi nos
sentimos tentados a pensar que un redactor posterior
introduce esta frase porque está harto de oír tantas
cosas discutibles o inadmisibles sobre el sacrificio
redentor.
De todas formas, si se pretende que la segunda lectura
acompañe también al mensaje de las otras dos, podría ser
oportuno este fragmento de la carta a los Romanos
(8:14‑23):
Todos los que se dejan llevar por
el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; sino un espíritu de hijos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a nuestro
espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.
Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y
coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él, para ser
también con él glorificados. Porque estimo que los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con
la gloria que se ha de manifestar en nosotros.
Pues la ansiosa espera de la
creación desea vivamente la revelación de los hijos de
Dios. La creación, en efecto, fue sometida al fracaso,
no de grado, sino por imposición, en la esperanza de ser
liberada de la esclavitud de la corrupción para obtener
la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos
que la creación entera gime hasta el presente y sufre
dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos
gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de
nuestro cuerpo.
Este magnífico texto es un ejemplo
de otro tipo de escatología, enteramente ajeno al
desastre, a las especulaciones ingenuas sobre el
derrumbamiento de las estrellas y especulaciones
semejantes.
Pablo está introduciendo otra
imagen: la del parto, imagen excelente, porque es
evidentemente parabólica y no tiene peligro de ser
confundida con una realidad. La parábola del parto,
semejante a la del pollito a punto de romper la cáscara
del huevo y salir a la vida.
Lo mejor de estas imágenes es sin
duda que dentro del vientre materno o del huevo, la
criatura no puede ni imaginar lo que le espera fuera, y
puede sentir temor ante un futuro desconocido y por
tanto temible. La criatura encerrada puede pensar que la
única realidad es la que está viviendo, pero eso es sólo
ignorancia: lo mejor, la vida verdadera, está por venir;
y es sorprendentemente más rica y mejor que la vida
encerrada e incompleta que tienen.
Es éste un mensaje poco utilizado e
incluyo soslayado por nuestra predicación y nuestra
religiosidad personal: enfrentarnos al “final”, a la
muerte, con temor o con deseo. Se teme un mal
inevitable; pero cuando se espera un bien prometido, se
desea que llegue, incluso que llegue cuanto antes.
Es notable la coincidencia de
muchos santos en este sentimiento. Pablo, Teresa de
Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, puestos a
pensar qué es mejor, vivir o morir, no lo dudan: es
mejor morir, pero es necesario servir aquí y ser útiles
a los hermanos.
Para mí, la vida es Cristo, y morir
es ganancia.... no sé qué escoger, las dos cosas tiran
de mí. Mi deseo es morir para estar con Cristo, y eso es
mucho mejor, pero para vosotros es más necesario que
siga viviendo... Filipenses 1,22
Es también un tema característico
en Francisco de Javier, en dos aspectos: el primero, la
añoranza de la verdadera vida, como muestra en carta
desde Malaca, en Junio de 1549, al zarpar para Japón:
“Pues esta no es vida, sino una
continuada muerte y destierro de la gloria para la cual
somos criados”
La segunda, la falta de temor a la
muerte como característica de los que creen en Jesús:
“Por el desprecio de la muerte nos
mostramos superiores a esta gente soberbia .... y por
este desprecio de la vida que nos inspira nuestra
doctrina podrán juzgar qué es Dios”
Me parece que la cultura actual
intenta marginar toda mención al sufrimiento y a la
muerte. La muerte es la contradicción y el fracaso de
todos sus valores. Creo que haríamos un gran servicio a
nuestros hermanos sabiendo morir, mostrando la fe en
Dios, Padre Poderoso, mostrando que morir es, como fue
para Jesús, entregarse en sus manos, en muy buenas
manos.
José
Enrique Galarreta, S.J.