LECTURAS
Domingo 21 del
tiempo ordinario
JOSUE 24, 1-2, 15-17 y 18b
Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén y
llamó a los ancianos, a los jefes, a los jueces, a los
magistrados, para que se presentasen ante Dios. Josué
dijo a todo el pueblo:
- Si no os parece bien servir al
Señor, escoged a quién servir; a los dioses a quienes
sirvieron vuestros antepasados al este del Eúfrates o a
los dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y
mi casa serviremos al Señor.
El pueblo respondió:
- ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a
dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos
sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la
esclavitud. Él hizo a nuestra vista grandes signos, nos
protegió en el camino que recorrimos y entre los pueblos
por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque
él es nuestro Dios.
El libro de Josué narra la conquista de “la Tierra
prometida”. Es un libro escasamente histórico (según
nuestro concepto de “historia”). Los sucesos están
constantemente alterados por su valor significativo para
expresar el mensaje fundamental: la conquista es en
realidad un regalo de Dios que hace que su pueblo,
insignificante, prevalezca contra enemigos poderosos.
El fragmento que leemos hoy es igualmente poco histórico
pero muy significativo: al final, cuando la conquista ya
se ha completado (cosa que no sucederá hasta siglos más
tarde y nunca será del todo completa), Josué reúne a
todas las tribus y las autoridades de Israel para un
acto final solemne de aceptación de la Alianza.
Si sucedió así o no, importa poco. Importa el mensaje:
¿vais a servir a Dios o preferís otros dioses?
Naturalmente, la respuesta tiene intención
aleccionadora: Israel en pleno acepta servir a Dios.
Pero nos interesa mucho más la pregunta, porque ésta sí
que estará presente en toda la historia de Israel, como
un verdadero y constante desafío.
EFESIOS 5, 21-32
Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano. Las
mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor;
porque el marido es la cabeza de la mujer, así como
Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador
del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así
también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su
Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para
consagrarla, purificándola con el baño del agua y la
palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia
sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e
inmaculada. Así deben también los maridos a amar a sus
mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie ha
odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor,
como Cristo con la iglesia, porque somos miembros de su
cuerpo. “Por eso abandonará el hombre a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola
carne” Es éste un gran misterio; y yo lo refiero a
Cristo y a su Iglesia.
El mensaje de hoy es francamente desagradable. Sin
ningún fundamento en palabra alguna de Jesús, se propone
una estructura matrimonial patriarcal, en la que el
varón antecede a la mujer. Es la mentalidad de la época,
evidentemente, pero no tenemos por qué canonizarla
proclamando al final “palabra de Dios”.
Debemos sacar dos consecuencias: en primer lugar, que en
la Escritura, incluso en el Nuevo Testamento, no sólo
está la Palabra de Dios, sino mucha palabra humana, que
es sin duda lo que aquellos entendieron, pero que no ha
sido iluminado con La Palabra. Si alguien tiene alguna
duda de esto, lea las prescripciones del Levítico sobre
los alimentos y sobre la esclavitud, o la ley del
Anatema, y se convencerá de qué ligeramente calificamos
de “Palabra de Dios” a toda la Escritura sin discreción
alguna.
En segundo lugar, que no debemos leer este texto en la
eucaristía de hoy. No sirve más que para crear disgusto,
sorpresa… no tiene ningún mensaje religioso, ni menos de
Jesús. Pero, si lo leemos, no debemos cambiarlo,
modificarlo para que suene bien. Si lo leemos, hagámoslo
para que se vea que el autor (que no es Pablo) tiene
ideas que no compartimos, y para enseñar a leer bien la
Escritura.
Proponemos esta lectura alternativa:
Rom 12, 10-18
Como
buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros,
rivalizando en la estima mutua.
En la
actividad, no os echéis atrás; en el espíritu, manteneos
fervientes, siempre al servicio del Señor.
Que la
esperanza os tenga alegres, sed enteros en las
dificultades y asiduos a la oración; haceos solidarios
de las necesidades de los consagrados; esmeraos en la
hospitalidad.
Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no
maldigáis.
Con los
que están alegres, alegraos; con los que lloran, llorad.
Andad
de acuerdo unos con otros; no penséis en grandezas, que
os tire lo humilde; no mostréis suficiencia.
No
devolváis a nadie mal por mal. Procurad la buena
reputación entre la gente; en cuanto sea posible y por
lo que a vosotros toca, estad en paz con todo el mundo.