LECTURAS
Domingo 12 del
tiempo ordinario
JOB
38, 1-11
Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad y
dijo:
¿Quién es éste que empaña el Consejo con razones sin
sentido? Ciñe tus lomos como un bravo: voy a
interrogarte, y tú me instruirás.
¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? Indícalo,
si sabes la verdad. ¿Quién fijó sus medidas? ¿lo
sabrías? ¿quién tiró el cordel sobre ella? ¿Sobre qué se
afirmaron sus bases? ¿quién asentó su piedra angular,
entre el clamor a coro de las estrellas del alba y las
aclamaciones de todos los Hijos de Dios? ¿Quién encerró
el mar con doble puerta, cuando del seno materno salía
borbotando; cuando le puse una nube por vestido y del
nubarrón hice sus pañales; cuando le tracé sus linderos
y coloqué puertas y cerrojos?
«¡Llegarás hasta aquí, no más allá ‑ le dije ‑ aquí se
romperá el orgullo de tus olas!»
......
Los versos siguientes no se leen en
la eucaristía.
Y Job respondió a Yahvé:
“Sé que eres todopoderoso; ningún proyecto te es
irrealizable. Era yo el que empañaba el Consejo con
razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no
entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro...
Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis
ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y
la ceniza”
El libro de Job plantea uno de los más graves problemas
del creyente: el mal. En la mentalidad habitual judaica,
el mal es castigo del pecado, y por tanto resulta
enteramente incomprensible el sufrimiento de "el justo".
Este es el tema planteado por Job: ha observado
fielmente la Ley y sin embargo se ve abrumado por toda
clase de desgracias. Sus amigos le dicen que reconozca
que estas desgracias son castigo de sus pecados, pero
Job mantiene su inocencia y no puede explicarse el mal
que le aqueja.
El autor del libro ofrece la única solución que tiene:
apelar a la Suprema Autoridad de Dios: "¿Quién eres tú
para pedir cuentas a Dios?". Lo que significa que no
entiende nada, sigue con su problema, pero se somete a
Dios y renuncia a entender.
Este es un tema que debemos aceptar como es, sin
suavizarlo, sin ir más allá de lo que la Palabra nos
muestra. Nosotros queremos buscar una explicación al
mal. No la tenemos. El sufrimiento del inocente, muy
especialmente el sufrimiento de los niños, es algo que
no encaja con nuestra fe en Dios Abbá, bueno y poderoso.
Y no tenemos ninguna explicación. Creemos en Abbá, bueno
y poderoso, a pesar de que no podemos explicar el
problema del sufrimiento del inocente.
Es dramática la presencia de este problema en la misma
vida de Jesús. Él es el más inocente, el Santo por
excelencia. Y, ante la pasión y la muerte, parece
compartir con nosotros toda la oscuridad del
sufrimiento. Lo manifiesta dramáticamente en el Huerto
de los Olivos, y más trágicamente cuando recita en la
cruz el Salmo 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?".
No hay ninguna revelación que nos explique el mal, el
sufrimiento del inocente. Todo lo que nosotros
inventamos para explicarlo es deficiente: el mal es
necesario para contraponerlo al bien, el mal tiene
carácter de "redención" por el pecado, el mal tiene
sentido como "mérito para la vida eterna"... todo ello
no soporta la idea de que "Abbá podría haber ahorrado a
sus hijos tanto sufrimiento".
Con el libro de Job, pero superándolo por el
conocimiento de Dios que supone Jesús, debemos aceptar
que "los caminos de Dios no son nuestros caminos" y que
no tenemos solución a este tema. Pero sí tenemos motivos
para fiarnos de Abbá -no solamente para someternos al
Todopoderoso- y saber que Jesús no ha explicado esto, ni
otras muchas cosas. En este tema, la posición de Jesús
es clara: su vida es luchar contra el mal, y es
parte importante de nuestra misión.
Una vez más, la revelación de Dios en el Nuevo
Testamento antepone "Dios libertador" a "Dios Señor". La
fe en "Dios Señor" nos pediría más bien explicaciones.
La fe en Dios Libertador nos pide trabajar con Él contra
el mal que aqueja a sus hijos.
Este es uno de los significados más profundos de los
milagros de Jesús. Los milagros de Jesús son de carácter
"liberador", en favor del hombre oprimido por la
enfermedad, por el pecado. La presencia de Jesús, la
presencia de Dios, en el mundo, se ve continuamente
acompañada por "signos de liberación", que muestran, más
aún que las palabras, en qué Dios creemos, y qué se
espera de nosotros.
2 Corintios 5, 14-17
Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si
uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió
por todos, para que ya no vivan para sí los que viven,
sino para aquel que murió y resucitó por ellos.
Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la
carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le
conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo, es una
nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo.
Se presenta la muerte de Cristo como supremo acto de
amor, amor en el que podemos conocer el amor del Padre.
Estas expresiones no tienen nada que ver con el concepto
vulgar de “redención” (la muerte de Jesús como
sacrificio sangriento expiatorio y vicario) sino que
están en la línea de Juan 3,16: “tanto amó Dios al mundo
que no escatimó a su único hijo”, o e Romanos 8,32: “el
que no escatimó a su propio hijo sino que lo entregó por
todos nosotros”.
A continuación, nuestra respuesta: vivir para el Reino:
ni nuestro conocimiento de las personas ni el de Jesús
es ya como antes, eso es “lo viejo”. Se nos ofrece un
modo nuevo de vivir y de pensar, con los criterios y
valores de Jesús, como haber sido credo de nuevo.
Esta nueva creación, criatura nueva, es la que se
celebra en el bautismo, con el símbolo de “ser librado
de las aguas, pasar del peligro de muerte por asfixia a
la luz, al aire, a la vida en libertad, como un hijo de
Dios.
José
Enrique Galarreta, S.J.