Estamos reproduciendo varios fragmentos tomados de
“Teología en serio y en broma”, en homenaje a José María
Díez Alegría.
Está escrito
hace treinta y cinco años, lo que nos permite asombrarnos de
la lucidez y el sentido profético de este hombre.
LA IGLESIA Y LA COCA-COLA
Y, sin embargo, la realidad a que
ha conducido la platonización de la iglesia, es tan prosaica
como la fabricación de la coca-cola.
Me explicaré.
La platonización idealista de la
iglesia, el secuestro de Jesús por los jerarcas, que se han
puesto entre Él y el pueblo, ocultándolo más o menos, y el
consiguiente autoritarismo de esos hombres del
«establecimiento» eclesiástico, han dado al traste con la
comunidad eclesial.
El moderno mundo capitalista está
lejos de la poesía de Platón. Su idealismo, o sea su
superestructura conceptual, no se plasma en la suprema idea
del bien, sino en la Sociedad Anónima por acciones.
Y la iglesia, bajo la cobertura
de un etéreo abstraccionismo, ha ido a parar,
estructuralmente hablando, en una cosa muy parecida a una
empresa anónima de producción y distribución de artículos de
dietética religiosa. Una especie de fábrica de coca-cola
espiritual.
Una empresa anónima, una razón
social que no se identifica con ninguna persona de carne y
hueso. Y con eso la «responsabilidad limitada». Se pueden
cometer atropellos. Pero no responde nadie. Es «la empresa».
(Es la iglesia: si Vd. es buen cristiano, debe callar;
contra la iglesia no se puede decir nada).
El presidente de la empresa. Los
altos ejecutivos. Los empleados y empleadas. Y el público,
que es el consumidor. Y que, para la empresa, sólo tiene esa
función: ser cliente.
El consumo es individualista; se
va al comulgatorio como a la barra del bar. Yo voy a hacer
mi consumición. Y el de al lado va a hacer la suya. Y cada
uno a su casa.
Esto no es ninguna caricatura. Es
un esquema sociológico que sirve lo mismo para la empresa de
coca-cola que para la iglesia católica, Ciertamente hay en
esto un humorismo esperpéntico. Pero no es literario. Viene
de la realidad.
El papa dirige. Los obispos son
jefes de departamento. Los curas y monjas fabrican
sacramentos, catequesis, liturgias. Y el público de fieles
consume. No hace más que recibir. Consumir. Los locales son
públicos. Se entra a ellos como al cine o al bar.
Individualmente, a recibir el servicio, la consumición.
Y no existe la comunidad eclesial
sino la empresa eclesial de servicios, de suministro de
celestiales ultramarinos. Y luego el público, la clientela.
Y la clientela está fuera de la
empresa.
Esto es de tal manera contrario a
la esencia de la iglesia, que es comunidad de creyentes, que
nos deja perplejos. Es una tragicomedia, como «La
Celestina».
La iglesia es hoy, con
apabullante realidad, una criatura con la cabeza en el suelo
y los pies por el aire.
No hay nada que hacer, mientras
no ponga los pies en el suelo y se apoye en ellos.
Los pies son la comunidad de
creyentes. Creyentes con fe personal, que es una opción
esencial de cada uno, y nada menos que una «gracia», una
revelación del Espíritu en cada uno.
¿Pero cómo darle esta vuelta de
campana, sobre todo teniendo en cuenta que se ha convertido
en una armadura pesadísima, con una cabeza muy caliente y
unos pies muy fríos? (Fríos no por culpa de ellos, sino
porque la cabeza los puso hace mucho tiempo en hibernación).
Con todas las dificultades y las
ambigüedades que se quiera, el porvenir está en verdaderas
comunidades de base. Y en que el «ministerio» sea servicio
de la comunidad, apoyado en ella y viviendo de ella. La
comunidad está a la base del ministerio. Y no al revés.
El primer paso sería renunciar al
autoritarismo de los «hombres de iglesia», sobre todo de los
más altos.
Pero es éste un hueso duro de
roer. No es blando y dulce como los «huesos de santo».
Quizá estamos en una época en que
hay que ir adelante con una gran libertad interior,
recordando que donde están dos o tres reunidos en nombre de
Jesús, allí está Jesús en medio de ellos.
Y procurando ser pacientes con
todos, como Pablo recomendaba a los fíeles de Tesalónica; o,
como les decía a los romanos, en su carta: «en lo
posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos
los hombres» (Romanos, 12, 18).