¿A
QUÉ ESTÁIS ESPERANDO?
MEDITACIÓN DE ADVIENTO SÓLO PARA OBISPOS
¿Qué os
ha ocurrido queridos hermanos Obispos? ¿Quién os ha cerrado
los ojos? ¿Cómo no oís el clamor de este Pueblo que busca
guías fieles y ejemplos evangélicos?
¿Habéis
olvidado vuestros días de fervor? Os imagino orando con fe
reventona, con el clamor del Evangelio en las entrañas, con
el amor al Pueblo de Dios apretado a la cintura hasta
confundirse con vuestra propia carne.
¿Qué pasa
cuando os nombran Obispos? ¿Qué cambia en vuestro interior?
¿Por qué os dejáis uncir como silentes bueyes a la
uniformidad, al paso lento, al pensamiento único, a los
arcaicos signos y estructuras? Eso no es unidad, hermanos
míos, eso es claudicación ante la permanente llamada del
Espíritu renovador. ¿No sois vosotros los adalides del
Evangelio? Pues deberíais ser los primeros en reflejar el
permanente dinamismo de la vida: "He venido para que tengan
vida y la tengan abundante" (Jn 10,10).
Sin
embargo, os percibimos atrincherados e inmovilizados bajo el
incienso de vuestros turiferarios. ¿Os habéis fijado -por
ejemplo- en quiénes conforman vuestros Consejos? Con los
laicos contáis poco, pero los que escogéis son siempre los
bailadores del incensario. No toleráis los distintos,
críticos, disconformes, heridos, perdidos o buscadores.
Habéis borrado de vuestro particular evangelio a los "zaqueos",
"magdalenas", "mateos", "leprosos", "paralíticos",
"cananeas", "adúlteras", "bartimeos", "samaritanos" y demás
gente sospechosa. Os encanta rodearos de doctores, escribas
y fariseos.
Por
supuesto, la oveja perdida ya falleció de cansancio,
desorientación y hambre hace mucho tiempo. "Porque voy a
poner en este país a un pastor insensato, que no se
preocupará de la oveja perdida, ni buscará la que anda
descarriada, ni curará a la herida, ni alimentará a las
sanas; sino que comerá la carne de las más gordas y no
dejará ni las pezuñas" (Zac 11,16).
Podría
seguir con Ezequiel 34, pero de sobra lo conocéis. La
Escritura debería, al menos, cuestionaros.
Hoy sólo
quiero invitaros a meditar sobre vuestros signos, vuestra
apariencia, vuestra imagen ante nosotros y ante el mundo.
Bajo la pesada losa de la uniformidad e inmovilismo
canónicos os amancebáis con la pompa, el lujo, la púrpura,
el boato y la profanidad. ¿Os sentís cómodos con vuestras
coronas, cetros y tronos? Un sirviente no necesita ostentosa
corona. No es propio, no es adecuado, no es digno. Su
entrega, su servicio y su sudor son su auténtica diadema.
Un pastor
bueno escucha, conoce y camina sencillamente entre sus
ovejas: "Conozco a mis ovejas y ellas me conocen" (Jn
10,14). No se ciñe picuda corona, ni se fabrica relucientes
cetros, sino que apoya su cansancio en un palo, que eso es
un cayado.
Si
queréis ser guías, mostrad con vuestro ejemplo la luz del
Evangelio. No os endioséis en tronos y sitiales que nos
confunden y abochornan. No aceptéis palio, baldaquino o
dosel para ensalzar vuestra dignidad, porque nada de eso
necesitáis para vuestra misión. Es muy difícil percibiros
como apóstoles porque no sólo habéis caído en la ambición de
vuestra carrera eclesiástica: "uno a tu derecha y otro a tu
izquierda" (Mt 20,21), sino que os habéis subido al
mismísimo trono divino con la excusa de que sois sus
representantes, sus vicarios, sus apoderados, sus
mediadores, su autoridad.
Vuestros
signos no son los del Señor: "El más pequeño de vosotros ése
es el más importante" (Lc 9,48). "Ni alforja para el camino,
ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón" (Mt 10,10). ¿Cómo
podremos reconoceros con tanto disfraz?
¡Rechazad
toda apariencia de poder! ¡No os es lícito convivir con esa
concubina del encumbramiento, el fasto y oropel! Vuestra
legítima esposa es la Iglesia, este Pueblo fiel que os busca
y os ama a pesar de todo…
Buscad
los signos del Señor: "Sabéis que los jefes de las naciones
las tiranizan y que los grandes las oprimen con su poderío.
No será así entre vosotros, sino que, si alguno de vosotros
quiere ser grande, sea vuestro servidor; y el que de
vosotros quiera ser el primero, que sea el servidor de
todos" (Mt 20,25).
¿Cómo
podéis haceros llamar Santidad o Santo Padre? ¿Por qué no os
habéis conformado con el “servus servorum”? ¿No sois
vosotros los especialistas en Escritura? Sus palabras son
nítidas y transparentes:
- "Sólo
Dios es Santo" (Mt 19,17).
- "Tú
eres el único Santo" (Ap 15,4).
- "Al
Señor tu Dios adorarás y a Él sólo darás culto" (Mt 4,10).
- "No a
nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu nombre da la
gloria" (Sal 115).
- "Pero
vosotros no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro
maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie en la tierra
llaméis padre, porque uno solo es vuestro Padre, el
celestial. Ni os dejéis llamar preceptores, porque uno solo
es vuestro preceptor: el Mesías. El más grande de vosotros
que sea vuestro servidor. Pues el que se ensalza será
humillado y el que se humilla será ensalzado" (Mt 23,8).
Y lo
cantamos a voz en cuello: "Sólo Tú eres Santo, sólo Tú
Señor, solo Tú Altísimo Jesucristo" (Gloria).
¿Cómo
podéis haceros llamar “monseñor”, mi señor? Me aterra la
lucidez que os ha sorbido esa aduladora vanagloria con la
que vivís. "¡No os es lícito!" (Mt 14,4).
Me duele
hasta el hondón del alma la ceguera a la que os ha reducido.
Camináis ciegos y sordos bajo vuestras ilustrísimas,
excelentísimas, reverendísimas y eminentísimas
contradicciones. Cuanto más os encumbráis más lejos estáis
de este Pueblo y de su Dios.
Habéis
sido nombrados servidores para ayudar, no para vuestro
propio medro y prestigio. "¿Cómo podéis creer, si sólo
buscáis honores los unos de los otros, y no buscáis el honor
que viene del Dios único?" (Jn 5,44).
Os vestís
afeminadamente con llamativos colores, sedas, rasos, encajes
y borlas. No me refiero a los ornamentos eucarísticos, que
prestan un servicio cara al Pueblo, sino a los que usáis
para vuestra pompa personal. Os encofráis la cabeza con
arcaicos perifollos y os significáis bajo teatrales capas.
Os ceñís fajines de generales y nobles, aceptáis reverencias
ante vuestra pobre humanidad y no dais un paso sin vuestro
maestro de ceremonias. ¿Es propia del reino de Dios tanta
farándula?
"Guardaos
de los maestros de la ley, a los que les gusta pasearse con
vestidos ostentosos, ser saludados en las plazas, ocupar los
primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en
los banquetes" (Mc 12,38).
Os
colgáis preciosos pectorales, como insignias o
condecoraciones, pretendiendo que signifiquen vuestro
cristianismo. ¿Se os ha olvidado cómo era la Cruz del
martirio del Señor? ¡Madera de la más basta! ¿Por qué no
vemos sobre vuestro pecho -y no sobre hartas barrigas- una
sencilla cruz de madera con la silueta del Crucificado
grabada a fuego? Eso sí lo entenderíamos. ¿Es poco para
vosotros? ¿Tan cogidos os tiene la pecadora ostentación?
Qué buen
ejemplo daríais a muchos católicos que pervierten la cruz en
presuntuosa joya de lujo; a muchas religiosas que trocaron
la cruz por inexpresivos colgantes; a muchos sacerdotes que,
abandonando todo signo de su misión, se ocultan bajo
mundanas corbatas o se aderezan con anillos y pendientes. De
tal palo, tal astilla.
Vuestras
manos han sido consagradas para bendecir, ayudar, perdonar y
guiar. Pero vosotros las habéis paganizado con grandes
anillos. ¿No os importa nada escandalizar? "Al que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le
valdría que le ataran al cuello una rueda de molino y lo
tiraran al mar" (Mc 9,42).
"Hacen
todas sus obras para que los vean los demás. Ensanchan sus
filacterias y alargan los flecos del manto" (Mt 23,5). "¡Ay
de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que
cerráis el reino de Dios a los hombres! ¡No entráis vosotros
ni dejáis entrar a los que quieren!" (Mt 23,13).
Por si
todo eso fuera poco habitáis en palacios, usáis blasones
nobiliarios, os hacéis pintar grandes retratos para memoria
de los años venideros. ¿Memoria de qué? ¿De vuestro
amancebamiento con el poder, el lujo, la fama, la imagen, la
ostentación y la vanidad del mundo?
"Por los
frutos les conoceréis" (Mt 7,16). Habéis elegido, como
signos de vuestra dignidad, la exhibición de vuestra
indignidad cristiana porque os habéis rodeado de signos
paganos. ¿No es eso lo que se aprecia, a simple vista, sólo
con observar cómo os presentáis ante la Iglesia? "Vosotros
sois los que os las dais de intachables ante la gente, pero
Dios os conoce por dentro, y ese encumbrarse entre los
hombres le repugna a Dios" (Lc 16,15).
Sé que en
los últimos años os habéis simplificado, pero "os falta un
largo camino" (1Re 19,7). Sé que sois “creyentes”, algunos
incluso "fervorosos creyentes", pero no resultáis “creíbles”
porque os falta coherencia.
Me duele
tener que deciros todo esto. Siento una terrible vergüenza
porque un pecador no es el indicado. Pero no tengo más
remedio que expulsar esta profecía que me lleva corroyendo
las entrañas mucho, muchísimo tiempo… ¡Daría por vosotros la
vida! Pero no puedo silenciar la contaminación mundana que
os rodea.
"Como
cristiano que soy, digo la verdad, no miento. Mi conciencia,
bajo la acción del Espíritu Santo, me asegura que digo la
verdad. Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo
dolor" (Rom 9,1).
Tengo la
esperanza de que, alguna vez, cuando os arrodilléis a orar
ante una talla del Crucificado, os fijéis bien en el vestido
que arropa su dignidad, en los rubíes que adornan sus manos,
en su corona de Rey, en la magnífica sede magisterial desde
la que enseña. Espero, tengo la esperanza, de que esa visión
sea el comienzo de vuestra liberación.
Hoy os
ruego que meditéis sólo sobre vuestros signos externos, lo
que se ve, lo que os desprestigia y os ata. No me siento con
fuerza para hablar de vuestro autoritarismo o de vuestra
afición a arrancar supuestas cizañas sin esperar a la siega,
en contra del mandato evangélico: "¡No! No sea que al
recoger la cizaña, arranquéis con ella el trigo" (Mt 13,29).
Tampoco
quiero extenderme con vuestro protagonismo, con vuestra
creencia de que sois los garantes de la Iglesia, es más, de
que sois "La Iglesia". ¿Se os olvidó que quien dirige y
garantiza es el Espíritu Santo? ¿Por qué no lo veis
caminando entre el Pueblo?
Habéis
institucionalizado vuestros escándalos, por eso no los veis.
Todo lo justificáis bajo un burdo disfraz: la sacralización.
Esa capacidad que os arrogáis para convertir en sagrado lo
profano o inmoral. Habéis llegado a sacralizar y santificar
el oro, la plata, las joyas, las piedras preciosas, el arte
profano, es decir, la riqueza mundana. Convertís el oro en
“oro del templo” y todos justificados. Habéis promocionado
su uso, acumulación y exhibición como signos de
religiosidad. Coronáis y enjoyáis imágenes, construís
riquísimas custodias, coleccionáis valiosos cálices, copas,
relicarios, etc. ¿De verdad creéis que el Señor se encuentra
cómodo entre tanta brillante riqueza?
Decís:
“para el culto a Dios lo mejor, lo más valioso”. ¿De verdad
pensáis que lo más valioso es la riqueza material? ¿Qué
haremos entonces los que, como vuestros predecesores Pedro y
Juan, "no tenemos oro ni plata" (He 3,6)?
Habéis
sustituido los “novillos cebados” por lujos y objetos
preciosos. ¿Eso le agrada al Señor? "Si alguien quisiera
comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría
despreciable" (Cant 8,7).
¿Se os
olvidó que el verdadero culto a Dios está unido a la
misericordia? "Cuando lo hicisteis con alguno de éstos mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,40).
"Porque yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de
Dios, y no holocaustos" (Os 6,6).
Incluso
habéis creado museos para exhibir la historia de vuestras
riquezas, algunas muy antiguas, como antigua es vuestra
ceguera. El otro día me hirió de repente una visión
aberrante: un famoso Nazareno con corona de espinas… ¡de
oro! ¡Qué corrupción tan infame de la religión!
- "Si me
ofrecéis holocaustos y ofrendas, no los aceptaré; no me
digno mirar el sacrificio de vuestros novillos cebados…
Quiero que el derecho fluya como el agua y la justicia como
torrente perenne" (Am 5,22).
-
"Escuchad mi voz, y yo seré entonces vuestro Dios y vosotros
seréis mi pueblo; seguid cabalmente el camino que os he
prescrito para vuestra felicidad" (Jr 7,22).
-
"Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están
apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados,
y esa herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará
vuestra carne como el fuego" (Sant 5,2).
Mientras
tanto, muchos hermanos nuestros suplican medicinas, pan,
escuelas, iglesias, catequesis, tantas y tantas cosas
muchísimo más importantes que la riqueza que atesoráis en
museos y sacristías. "No atesoréis en la tierra, donde la
polilla y el orín corroen y donde los ladrones socaban y
roban. Atesorad, más bien, en el cielo, donde ni la polilla
ni el orín corroen, ni los ladrones socaban ni roban" (Mt
6,19).
"Anda,
vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres… después ven
y sígueme" (Mt 19,21). ¿No fue eso lo que os dijo al
principio, cuando os miró y llamó con tanto amor? ¡Volved al
desierto "donde os hablaré al corazón, como en los días de
juventud"¡ (Os 2,16).
No es que
los tiempos estén en vuestra contra, ni que haya católicos
lenguaraces que os abominan. Es que vosotros mismos os
habéis desprestigiado, os habéis convertido en sonrojo para
los de dentro y en irrisión para los de fuera. Es que
vuestro escándalo clama al cielo y el Pueblo no cesa de
llorar por vosotros y por vuestra amnesia: "el dios del
mundo éste les ha cegado la mente y no distinguen el
resplandor de la buena noticia del Mesías glorioso, imagen
de Dios. Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a
Jesucristo, el Señor, y nosotros somos vuestros siervos por
amor de Jesús" (2Cor 4,4).
¡Desnudaos, sumergíos en el Evangelio, volved al corazón de
la Iglesia! "Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo
Cristo Jesús, el cual, teniendo la naturaleza gloriosa de
Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse
igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la
naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y,
en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,5).
Empezad
por los signos y atributos, no os dejéis engañar. ¡Volved,
volved y caminaremos juntos hacia la evangelización de
nuestra Iglesia! No cerremos los oídos a la dulce voz:
"¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a Mí!" (Cant 2,10).
¡Volved y podréis vivir con gozo vuestra misión de
santificar, enseñar y gobernar en medio del Pueblo!
Hace poco
Benedicto XVI, citando a san Juan Leonardi, dijo
textualmente: "La renovación de la Iglesia debe comenzar en
quien manda y extenderse al resto". ¿A qué estáis esperando?
¡No me lo
digáis! Lo sé, lo sé... "Todo tú eres pecado desde que
naciste, y ¿nos enseñas a nosotros?" (Jn 9,34). ¡Tenéis
razón! Por eso necesito vuestra ayuda, vuestro ejemplo,
vuestro caminar delante. ¡Ayudadme, por favor, ayudadme! ¡No
me dejéis cargado con mis pecados y los vuestros!
Jairo del Agua