¿DE QUIÉN SON LAS IGLESIAS?
Estoy en Arantzazu.
Aquí siguen sus fieles
moradores de siempre: la peña, el haya y el espino,
y a menudo, como hoy, también la niebla. Y las
golondrinas bienvenidas de cada primavera, con sus
nidos de barro colgados en los voladizos del
santuario: aquí nacieron y aquí han vuelto, y las
que ahora están naciendo también volverán.
Aquí siguen cantando en
el fondo de la niebla el tordo y el mirlo, el
zarcero y el pinzón, y el reyezuelo que interpreta a
Paganini. Ahí sigue, arriba a la vera del camino
viejo, la ermita de Santo Cristo, donde los
peregrinos han descansado durante siglos desahogando
sus penas ante el Herido, antes de bajar a la
iglesia. Aquí está la basílica, un inmenso nido de
golondrinas, con su infinita calma, con su penumbra
transfigurada.
Aquí están mis hermanos
franciscanos, con un año más y la misma bondad de
siempre, y con sus miedos y contradicciones, las de
todos.
Uno de ellos me ha
preguntado: “¿De qué vas a escribir esa semana?”.
“Pues no sé muy bien, quizá sobre las iglesias de
nuestros pueblos y las ermitas de nuestros montes:
de quién son las iglesias, las ermitas, las casas
parroquiales; si han de ser del obispo o del pueblo
que las hizo…”. “¡Oh! Es un tema vidrioso. No
escribas sobre eso”. Pero esas palabras de mi
hermano franciscano han acabado de decidirme a
escribir sobre el tema. Sí que es un tema vidrioso,
pero todos los temas lo son, y no pretendo dictar
verdades, sino expresar opiniones y, si se diera el
caso, hacer pensar.
Amo las iglesias, y
sobre todo las ermitas. En las tardes de domingo, en
Arroa, me gusta subir andando, por una carreterita
solitaria y empinada, flanqueada de encinas, hasta
la ermita de San Lorente; está rodeada de fresnos y
acacias, en medio de una explanada verde, con la
entrada abrigada por un porche bajo, con sus
ventanitas desiguales, indicios de alguna ermita de
otros tiempos, con una campana de bronce en el arco
de la espadaña, testigo de todos los tiempos.
Esta capilla y su
entorno me cautivan. Al llegar, me siento impulsado
a ponerme de rodillas y rezar –¡qué cosa más
natural!– abrazado a la vieja puerta de madera
desgastada, y de los siglos y del corazón acude a
mis labios aquella oración que rezaba san Francisco
en la ermita de San Damián a las afueras de Asís:
“Oh alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de
mi corazón…”. Me da pena que un domingo por la tarde
ese lugar tan bello y sagrado, tan lleno de paz,
esté cerrado con llave, y que me deba conformar con
asomarse justo por la rendija de la puerta a la
penumbra y al misterio, pero tal vez así sea mejor,
para no invadir. Ya es mucho poder estar en el
umbral abrazado a la vieja puerta.
Es hermoso rodear luego
la ermita y, por detrás de ella, contemplar Zumaia y
entrar en sus entrañas siguiendo el curso de las dos
rías, el Narrondo y el Urola, y perderse más allá en
el mar hasta el otro lado del mundo.
A la derecha, a media
altura, se levanta la imponente iglesia de San
Miguel de Artadi, en medio de unas pocas casas y de
algunos caseríos diseminados. Bajo por el mismo
camino por el que he subido y, al bajar, veo alzarse
en la ladera de enfrente, en Arroa Goia, en medio de
media docena de casas y caseríos, otra iglesia
enorme, digo enorme en proporción al lugar.
Así, de capital en
capital, de aldea en aldea, de colina en colina,
podríamos recorrer toda la geografía peninsular,
sembrada de humildes ermitas o de magníficas
catedrales. Son símbolos de otros tiempos, tan
cercanos y tan distintos, en que todo el pueblo se
reunía en esos hermosos templos para aliviar las
penas, para alegrar el alma, para seguir viviendo,
porque no solo de pan vive el hombre, ni entonces ni
ahora.
Todo era en aquellos
tiempos tan ambiguo como en los nuestros. Con sus
manos y sus tributos, aquellas gentes construían
lujosos edificios de mármol para Dios y confortables
casas de piedra para el clero, mientras ellos no
poseían más que chozas miserables de barro, como las
golondrinas.
Y lo hacían para dar
gloria a Dios, pero también porque no se les ofrecía
otra manera de darse a sí mismos un poco de gloria y
dignidad, o porque no se les permitía tener otra
imagen de Dios que la imagen y semejanza de quienes
les oprimían, queriéndolo o sin querer.
Y aquella gente pensaba
que honrando al clero honraban a Dios, porque así se
lo había enseñado el clero. Estaban ciertamente
orgullosos de sus templos, pero su orgullo era
también un triste reflejo de la profunda humillación
que padecían sin saber.
No sé. Todo es tan
equívoco. A mí me conmueven las ermitas, y no quiero
dejar de subir a San Lorente los domingos por la
tarde, pero tampoco puedo disimular todas esas
dudas.
Y hoy no quiero callar
una pregunta crucial: ¿De quién son estos templos,
hoy casi vacíos? No son de Dios, que nunca los
necesitó ni le importa que hoy se vacíen, porque
solo le importa la Vida. Los construyó la pobre
gente porque los necesitaba, cuando todo el pueblo
era cristiano, o porque así lo habían decidido o
porque así se lo habían impuesto. Todos nosotros
somos sus hijos.
¿A quién pertenecen,
pues, ahora que están vacíos? ¿Y de quién son esas
magníficas casas parroquiales construidas en piedra
de sillería, ahora que ya no hay clero que las ocupe
o ahora que el pueblo en su inmensa mayoría no las
quiere para el clero?
Hago estas preguntas
porque es sabido que los responsables de muchas
curias diocesanas están moviendo sigilosa y
eficazmente los hilos para hacerse con los títulos
de propiedad de estos templos y casas, y así poder
venderlas al mejor postor o que las puedan vender
sus sucesores. Me parece muy grave.
Es una rapiña, indigna
de la Iglesia de Jesús. Es un atentado contra el
culto en espíritu y en verdad que Jesús nos legó. Es
un fraude contra el erario público, contra la
ciudadanía con cuyos impuestos se siguen conservando
esos templos y esas cosas. Es una ofensa contra la
memoria de la pobre gente que en otros tiempos
construyeron esos templos y esas casas para Dios o
para sí, para seguir viviendo, pero de ningún modo
para enriquecer al clero.
Por supuesto, no estoy
en contra –muy al contrario– de que los cristianos
sigamos utilizando los templos heredados de nuestros
antepasados y nos reunamos en ellos cada domingo
para celebrar la vida. No es eso.
Me refiero a las
ermitas, las iglesias y las casas parroquiales que
van quedando vacías. Fueron del pueblo, y pienso que
han de volver al pueblo y que el pueblo ha de
disponer de ellas para cultivar la vida de la manera
que le parezca más oportuna. Lo que construyeron
entre todos y para todos, y que aún hoy se sigue
conservando y restaurando con subvenciones públicas,
es decir, con dinero de todos, ha de volver a ser de
todos.
Es más: yo propondría
que, al igual que en todos los pueblos hay cines y
casas de cultura y jardines cuidados, en todos los
pueblos hubiera también una especie de ermitas
urbanas, enteramente laicas y aconfesionales, unos
espacios de calma, cuidados y bellos, para que la
gente, cualquier gente de cualquier convicción, se
recoja allí, como las golondrinas en sus nidos, para
descansar y desahogarse, para gozar o llorar en
silencio, para respirar mejor.
Y bien podrían servir
para ello nuestros templos cristianos, algunos al
menos. Sin duda, aquellos que están vacíos. Pero
también muchos de los que solo se utilizan los
domingos.
¿Por qué no podrían
transformarse en espacios públicos compartidos con
otras religiones o movimientos espirituales? ¿O por
qué no podrían reconvertirse para todos los que
quieran, creyentes o no, en ermitas laicas o lugares
de paz? Todo menos el pillaje eclesiástico que ya
está en marcha.
José Arregi
Para orar
Han penetrado las
sombras.
Han salido las
estrellas.
Los pájaros se han ido a
dormir.
La noche abraza la mitad
silenciosa de la tierra.
Un vagabundo, un pobre
caminante
con los pies cubiertos
de polvo,
baja por un camino
nuevo:
un Dios sin techo,
perdido en la noche,
un Dios sin papeles, sin
identificación, sin número,
un extranjero frágil y
desechable,
yace desolado bajo las
dulces estrellas del mundo,
a la espera de dormir.
William Ernest Henley, poeta inglés, 1849-1903