Lc
4, 1-13
(pinchar cita
para leer evangelio)
tener, poder y aparentar,
las tres pulsiones del ego
El relato de las tentaciones de Jesús
aparece en los tres evangelios sinópticos,
aunque con variantes.
Marcos, simplemente, lo menciona, sin
especificar el contenido de las mismas: “Allí
estuvo cuarenta días, viviendo entre la
fieras y siendo tentado por Satanás; y los
ángeles le servían” (1,13).
Mateo y Lucas narran las tres
tentaciones pero, aparte otros cambios
menores, las presentan en un orden distinto
(Mateo 4,1-11; Lucas 4, 1-13). El motivo
parece ser el interés de Lucas porque acaben
en Jerusalén, en el templo.
Parece claro, en cualquier caso, que no se
trata de una “crónica” de lo ocurrido, ya
que no hubo testigos de la misma. Lo cual
indica que nos hallamos ante una narración
portadora de un contenido simbólico
que trasciende tiempo y lugar.
Para empezar, el relato está inspirado y, en
cierto sentido, reproduce la triple
tentación que vivió el pueblo en la
travesía del desierto, tal como quedó
expuesta en el Libro del Deuteronomio
(8,3-4; 6,13; 6,16). Con ese trasfondo,
Lucas busca mostrarnos a Jesús como aquél
que, a diferencia del pueblo, superó las
mismas pruebas.
Por otro lado, la narración presenta la
forma de un “rito de iniciación”,
algo conocido por diferentes culturas, y en
el que el sujeto se aleja del grupo y es
sometido a una serie de pruebas físicas y
psicológicas, de las que habrá de salir
airoso, antes de alcanzar el estatus de
miembro adulto de la comunidad.
Lucas tiene cuidado en señalar que es el
Espíritu el que “fue llevando” a
Jesús. Desde el inicio mismo, Jesús aparece
como el hombre que “se deja mover” desde
dentro por el Dinamismo divino –eso es el
Espíritu-, precisamente porque no está
aferrado a –identificado con- su yo. Es el
hombre desegocentrado –libre de conceptos
previos y de intereses egoicos- en el que
Dios puede expresarse con libertad.
El texto habla de “cuarenta días”. Se
trata de un número cargado de resonancias
bíblicas –desde los cuarenta años que
pasó el pueblo en el desierto (Libro de los
Números 14,33-34), hasta los cuarenta días
del ayuno de Moisés (Libro del Éxodo 34,28)
o de Elías (Libro primero de los Reyes
19,8)- que puede entenderse como “un tiempo
largo de prueba”.
El tentador es nombrado como “el diablo”
–personificación de las fuerzas del mal que,
etimológicamente, significa “el que divide o
separa”-; Marcos lo había nombrado como
“Satán”, que significa “Adversario”.
La triple tentación recoge, de un modo sabio
y sintético, las pulsiones más importantes
que el ser humano experimenta y que pueden
alejarlo de lo mejor de sí: el tener,
el poder y el aparentar.
El autor del evangelio parece querer
transmitir, con este relato, varios mensajes
importantes:
·
Jesús no vive para sus intereses, sino en
docilidad a la Voluntad de Dios.
·
Jesús no es un Mesías que se impone por el
poder ni por el éxito; el suyo es un
mesianismo desprendido de todo eso y cuya
fuerza no es otra que la fidelidad.
·
Las tentaciones acompañarán a Jesús –como a
todos los humanos- durante toda su vida; de
hecho, el relato termina anotando que “el
demonio se marchó hasta otra ocasión”.
·
Al colocar el relato de las tentaciones
inmediatamente después del bautismo, puede
que Lucas quisiera responder también a una
cuestión que inquietaba a la primera
comunidad: “¿Cómo podemos ser tentados
después de haber sido bautizados?”.
Esas tentaciones acechan a todo ser humano,
porque el ego busca afirmarse ansiosamente.
Pero como en sí mismo es inconsistente y
vacío, únicamente logra una “sensación” de
existir cuando –y porque-, a través de los
mecanismos de identificación y
apropiación, se aferra a los objetos, al
poder o a la imagen…, y empieza a decir: “yo
tengo”, “yo puedo”, “yo soy esto”…
Decir frecuentemente “yo”, suele ser síntoma
de hallarse identificado en el estadio
egoico –cuando no en un narcisismo
infantil-, e implica una apropiación
de la acción y de sus resultados. Cuando lo
cierto es que nadie hace nada, sino
que todo se hace a través de alguien.
Todo se hace, pero no hay un “yo” que sea
dueño de la acción.
El sol y la luciérnaga dan luz, cada cual a
su medida, pero ni el uno ni la otra
saben que brillan, ni presumen de ello.
La luz “pasa” a través de ellos. El ser
humano desapropiado brilla más que la
luciérnaga y más que el sol. Pero, en cuanto
hay apropiación, la luz queda opacada: se ha
interpuesto el ego.
Y esto puede ocurrir del modo más sutil y,
por eso mismo, más difícil de detectar. En
el colmo de su “ingenio” y de su necesidad
de autoafirmación, el ego llega a apropiarse
incluso de la aparente no-apropiación
y decir: “yo soy sólo canal, cauce…”.
Estamos entonces en el territorio del
“materialismo espiritual”, cuando el yo se
cuela haciéndonos creer –¡incluso al
propio interesado!- que ha desaparecido.
Se llama “materialismo espiritual” porque el
yo, en una última pirueta, llega a
identificarse nada menos que con su propia
supuesta disolución, apropiándose
de ella, como si dijera: “Yo soy el que
no tiene yo”; o, en otra expresión, más
sutil: “yo estoy iluminado/realizado”. A
algo de esto nuestros mayores llamaban
“falsa humildad”.
Porque no hay “nadie” que se realice ni que
se ilumine; cuando esto ocurre, no
hay ningún “yo” que diga: “eso ha ocurrido
a través de mí”, sino que,
sencillamente, el yo ha desaparecido por
completo.
Si todo esto no se tiene en cuenta de un
modo lúcido, puede ocurrir que, tras un
trabajo psicológico de años, las personas no
sólo no se desidentifiquen de su yo, sino
que permanezcan en un narcisismo –aunque
maquillado, no menos evidente- que las hace
estar “encantadas de haberse conocido”.
Algunos blogs de contenido “religioso”
aparecen, a veces, como un desfile de egos
inflados que, instalados en actitudes
narcisistas y paternalistas –probablemente
inconscientes-, creen tener respuestas para
todos y soluciones para todo…, llegando en
algunos casos a la osadía de decir que las
“reciben” de Dios.
Aprender la desapropiación significa crecer
en comprensión de que es la Vida, la
Conciencia, Dios… quien realmente obra, y
que no existe un “hacedor individual”. Por
eso, cuando no hay apropiación, se produce
la “acción correcta”. Se trasciende la moral
“relativa” (al yo), la moral convencional… y
se hace “lo que se tiene que hacer”.
Entre tanto, el ego busca seguridad.
Y dado que no puede hallarla en sí mismo, la
proyecta fuera de sí:
·
en el tener, como si quisiera hacer verdad
el dicho: “tanto tienes, tanto vales”; en la
medida en que tiene, parece disfrutar de una
cierta sensación de existencia;
·
en el poder que, siendo reconocido o temido,
parece otorgarle igualmente una ansiada
sensación de estabilidad;
·
en el aparentar, porque cree disimular e
incluso ocultar su vacío esencial tras el
disfraz de una imagen idealizada –eso es el
ego-, con la que busca, consciente o
inconscientemente, el aplauso que lo
sostenga.
Y mientras dure la identificación con el yo,
es imposible eludir esas tentaciones: son el
“alimento” del que el yo no puede
prescindir. Sólo podremos superarlas en la
medida –y al mismo tiempo- que podamos
tomar distancia de él.
Por eso, lo que, de entrada, apreciamos en
Jesús es la libertad característica
de quien no coloca su “identidad” en el
“yo”. Desidentificado de él, aparece como un
hombre desegocentrado, porque se reconoce
como Conciencia unitaria, en
comunión compartida con el Ser que todo
entreteje y unifica, y al que él llamaba “Abba”
(Padre).
Es el reconocimiento de esta identidad
profunda la que capacita para tomar
distancia del yo y, con él, de todas sus
identificaciones y apropiaciones. Por ese
motivo, frente a las tentaciones, Jesús
puede responder como lo hace: desde la
sabiduría sencilla de quien “ha visto” y
tiene conciencia de Quien es.
Para avanzar en el descubrimiento de quienes
somos, quizás necesitemos empezar por
observar eso que llamamos nuestro “yo”.
Si soy más que mi cuerpo, más que mis
pensamientos, más que mis sentimientos, más
que mis reacciones…, más que mi mente…,
¿quién soy?
Y, “buscando” a quien observa, es probable
que llegue al “silencio” donde la pregunta
se agota. Lo que entonces queda –el Silencio
elocuente, la Presencia consciente, el Vacío
habitado-, eso que no puede ser atrapado ni
pensado, y que sin embargo posibilita todo
lo demás, eso es lo que realmente soy.
Lo que emerge de esa “visión” es liberación,
amplitud, paz, gozo, bondad… Se deshacen los
estrechos límites del yo y se atisba la
Unidad, hasta poder decir como Jesús: “El
Padre y yo somos uno” (evangelio de Juan
10,30).
Enrique Martínez
Lozano
www.enriquemartinezlozano.com